Punto de Fisión

Ciegos en Gaza

Un célebre verso de Milton cifra la desgracia de Sansón, cegado de los dos ojos y prisionero en la rueda de un molino: "Preguntad por ese gran libertador y lo encontráreis ciego en Gaza, atado a la rueda, con los esclavos". Todo el mundo sabe cómo termina la historia, con Sansón pidiéndole a Dios que le devuelva las fuerzas por última vez para derribar las columnas del templo y aplastar entre sus ruinas a él mismo y al pueblo filisteo. La metáfora se va cumpliendo paso a paso en el matadero asfixiante de la Franja de Gaza, ese gueto infame que es el compendio y la culminación de todas las juderías del Historia, el gueto de los guetos donde los sionistas han decidido ajustar cuentas con una etnia semítica (en el único sentido que puede emplearse con validez el término, es decir, el lingüistico) que hace las veces de cordero del sacrificio.

Hay que estar ciego de los dos ojos, del corazón y del alma, para no ver la masacre indiscriminada que el Estado de Israel lleva cometiendo desde hace décadas con los palestinos en Gaza. El paladín de la libertad y la democracia en la zona no sólo fue uno de los tres únicos países (junto a Gran Bretaña y los Estados Unidos) que apoyó el apartheid en Sudáfrica sino que ha creado y perfeccionado su propio apartheid, relegando a más de dos millones de palestinos a vivir bajo muros de hormigón, en condiciones insalubres, sin apenas agua potable y con sólo cinco horas de suministro eléctrico diarias.

Las protestas multitudinarias y pacíficas se han saldado con un caudal ingente de muertos y heridos, todos ellos palestinos, que aumenta exponencialmente cada minuto que pasa. Las estimaciones más bajas cuentan sesenta muertos y miles de heridos; los médicos palestinos hablan ya de un centenar de muertos y más de once mil heridos, de los cuales unos tres mil quinientos lo fueron por herida de bala o metralla. A esto Donald Trump, el ministerio de Defensa estadounidense y los mamporreros habituales lo llaman "contención" y "una respuesta proporcionada".

Las imágenes muestran lo de siempre: muchachos con tirachinas frente a tanques y aviones, una reedición del mito de David y Goliat donde el pastorcillo no tiene la menor oportunidad ante esa bestia homicida que es el ejército israelí. Un bebé palestino, cuya familia estaba instalada en una tienda de campaña situada a un kilómetro de la línea fronteriza donde tenían lugar las protestas, murió a causa de la asfixia provocada por los gases lacrimógenos lanzados por los soldados israelíes. Un video del pasado marzo, publicado por una agencia israelí de derechos humanos, muestra a unos soldados que se divierten lanzando una granada aturdidora contra una pareja palestina que huye con un bebé en brazos. El informe anual de Amnistía Internacional de 2017 denunciaba al ejército israelí por ejecuciones extrajudiciales y torturas a presos palestinos, incluidos menores de edad.

Leí hace muchos años Ciego en Gaza, la novela de Huxtley que toma su título del verso de Milton y que no tiene nada que ver con la obscenidad aterradora que campa a sus anchas en ese lugar del mundo olvidado de Dios y de Alá. Apenas recuerdo nada de la novela excepto su escalofriante obertura: alguien -no sé bien si una mujer o un hombre- tomando el sol junto a una piscina, un perro que cae desde un helicóptero y que revienta sobre el cemento, dejando al bañista salpicado de entrañas y de sangre. He ahí, una vez más, la metáfora de nuestra impotencia y nuestra indiferencia, asistiendo de lejos a una masacre, ciegos en Gaza.

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