Poco le ha durado a Pedro Sánchez la alegría de un gabinete tripulado por un astronauta y varias Sigourneys Weavers: alguien le tenía que haber advertido que darle el ministerio de Cultura y Deportes a Màxim Huerta era como meter al Alien directamente dentro del gato. Empezaron por tacharlo de escritor mediocre, algo de lo que no cabe duda alguna, sobre todo, si lo comparamos con las sólidas carreras novelísticas de sus antecesores en el cargo, Méndez de Vigo e Ignacio Wert, grandes autores posmodernos que hicieron de sí mismos sendos personajes protagonizando inimitables carreras literarias. El primero, cantando a voz en grito el "Soy el novio de la muerte", llevó a su máximo esplendor esa figura tan española del ministro legionario; el segundo actualizó la célebre novela de Hemingway: París era una fiesta. Frente a los largos años en que se desenvolvieron sus trayectorias, la carrera política de Màxim Huerta resultó apenas un microrrelato de dos días ya esbozado en su día por Anton Chéjov: un hombre va al PSOE, lo hacen ministro, vuelve a casa y dimite.
El segundo golpe, ya definitivo, llegó con su historial delictivo con Hacienda. Eso sí que era imperdonable: Huerta nos había mentido, no sólo le gustaba el deporte sino que además les estaba copiando los mejores regates a Cristiano Ronaldo y a Messi. Una de las primeras que salió a aplaudir la celeridad de su dimisión fue su entrenadora personal, Ana Rosa Quintana, quien también gozó de otra breve y espléndida carrera literaria con un libro de título premonitorio en el que se declaraba partidaria de las minorías étnicas. Vista la poca seriedad con que se toman la cultura los políticos españoles, habría que plantearse si en lugar del ministerio no daría más juego una bolera. Si el cargo está a disposición para que nos echemos unas risas, bien podía habérselo ofrecido Sánchez a José Manuel Soto o a Álvaro Ojeda. El escándalo se saldó con una serie de ceses y movimientos sísmicos en los que incluso llegó a peligrar la institución monárquica. Hubo un momento en que se rumoreó que Lopetegui podía acabar en la cárcel, Urdangarín de ministro de Cultura, Mariano Rajoy de seleccionador nacional y Florentino Pérez de presidente del gobierno, mientras Màxim Huerta, traicionando ya todos sus ideales tuiteros, tomaba la alternativa en Las Ventas.
Todavía no se había repuesto del destrozo cuando a Pedro Sánchez le saltaba otra alarma roja: el PP le exigía la dimisión de Luis Planas, recién nombrado ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, por la imputación en un caso de robo de aguas en el entorno de Doñana. Poco importa que la acusación esté poco clara, por decir algo, y que la fiscalía, según anunció el pasado diciembre, no tenga previsto actuar ni contra Planas ni contra otros dirigentes investigados durante la instrucción: el PP no deja pasar ni una en asuntos de corrupción, salvo miles de casos aislados propios y alguna otra cosa. A la hora de construir su gobierno, Sánchez debería haber seguido las instrucciones de R. Lee Ermey, fallecido hace poco más de un mes, quien aseguraba en uno de sus bestiales parlamentos en La chaqueta metálica: "Si algunos de vosotros, nenas, salen de esta isla, si sobrevivís al entrenamiento, seréis como máquinas de matar, ministros de la muerte". Fue la tabla de ejercicios y la pista americana del sargento Hartman la que hizo de los gabinetes de José Mari y Mariano un completo éxito en materia de supervivencia.
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