Luis Buñuel cuenta en sus memorias que, en plena guerra civil, cuando cruzaba la frontera hacia Francia, un guardia anarquista lo detuvo y le pidió los papeles. Como los que llevaba encima no bastaban, y como temía que lo echasen para atrás, Buñuel improvisó a voz en grito una blasfemia acojonante, un reguero de barbaridades escatológicas que englobaba a Dios, a Jesucristo, a la Virgen María y a todos los santos. El guardia lo miró, impertérrito, asintió con la cabeza y lo dejó seguir adelante como si hubiese dado una contraseña.
Seguramente, de encontrarse en la misma situación, Willy Toledo se hubiera quedado a pescar truchas en un pueblo de Gerona. Hoy blasfemamos muy mal, muy tibiamente y muy poco. En 1967 un joven le pidió una dedicatoria a Fernando Arrabal y se encontró con esta frase: "Me cago en Dios, en la patria y todo lo demás". Escandalizado, el joven le enseñó la dedicatoria a su padre, que era capitán de la marina y que consideró que en la generalización final iban incluidas goletas, velas y anclas. De mano en mano, la dedicatoria llegó hasta Franco (que probablemente también estaba en el lote) y Arrabal fue condenado a tres meses de prisión, aunque el tribunal pedía doce años, gracias a las presiones internacionales.
Ahora no hace falta un capitán de la marina ni un dictador con mala leche: basta un grupo de leguleyos meapilas para procesar a un señor por soltar ante micrófonos y cámaras una simple blasfemia, elemental y muy española, la típica de cuando te pegas en el dedo un martillazo. Cagarse en Dios casi debería estar considerado excepción cultural typical spanish, como la paella, los toros o el Valle de los Caídos, que es una blasfemia monumental de varias toneladas que ofende a cualquier agnóstico con sensibilidad y a cualquier católico con dos dedos de frente.
Por esas casualidades del calendario judicial, esta vuelta a la Edad Media ha coincidido con la condena de un año de cárcel y 1.080 euros de multa a otro señor por el delito de decir gilipolleces. En concreto, el buen hombre escribió en un tuit: "El asesinato de Federico García Lorca está justificado desde el minuto uno por maricón. He dicho". Y al peregrino argumento de que, con ese mensaje, el buen hombre estaba difundiendo una ideología homófoba, podría responderse a los jueces si en la libertad de expresión no va incorporada así mismo la difusión de ideas nocivas, equívocas y retrógradas. O si no, de qué iban a vivir Salvador Sostres, Arcadi Espada y Jiménez Losantos.
No se puede prohibir el Mein Kampf por la misma razón que no se pueden prohibir el racismo, el machismo o la homofobia. Porque, por mucho que nos joda, ése es el principio fundamental de la libertad de expresión y de pensamiento: que se pueda decir y pensar cualquier cosa. Escribir que Lorca merecía la muerte por maricón o que los homosexuales son enfermos no añade una sola verdad sobre los homosexuales o sobre Lorca, pero sí que descubre muchas cosas sobre la mente del pobre idiota que sostenga tales patrañas. También hay gente que cree que la Tierra es plana. Y sostener que los comentarios homófobos o los chistes machistas y xenófobos normalizan la violencia contra ciertos colectivos es dar argumentos a esos jueces medievales que consideran que una blasfemia es delito. Porque en la actualidad son miles los musulmanes, budistas y cristianos que son asesinados en virtud de sus creencias religiosas. Lo dijo Jesucristo con implacable lógica: "Si tu ojo derecho te escandaliza, arrancátelo". El tuyo, no el de Willy Toledo ni el de ese pobre lerdo que ni siquiera habrá leído un verso de Lorca.
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