Punto de Fisión

Un Nobel para el #Metoo

Como cada año por estas fechas llega el momento de echarnos unas risas con las nominaciones de los premios Nobel. Me refiero, claro está, al Nobel de la Paz y de Literatura, porque los otros parece que se los toman más en serio. Con el escándalo de las dimisiones en la Academia Sueca de Literatura (del que hablaré más adelante), que han dejado desierto el galardón por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, en esta ocasión los noruegos han decidido hacerse los suecos y echar el resto para que no se diga. Según las casas de apuestas, entre los favoritos para hacerse con la medalla y el diploma se encuentran Kim Jong-un y Donald Trump, lo cual perpetuaría la tradición del humor negro con que se ha premiado a notorios carniceros como Kissinger u Obama (el segundo por adelantado), o a especialistas en el arte de cruzarse de brazos ante las masacres ajenas, como la Unión Europea.

Al lado de semejante pareja, hasta la candidatura de Puigdemont, que aparece en quinto lugar en los pronósticos de la revista Time, parece seria. Por la misma regla de tres podían haber nominado a Bertín Osborne o a José Manuel Soto. Sin embargo, hace justamente un año se iniciaba un movimiento de protesta, el #Metoo, que ha revolucionado buena parte del panorama social, cultural y político en el mundo occidental. Desde que el 5 de octubre de 2017, The New York Times dio voz a varias víctimas del todopoderoso productor cinematográfico Harvey Weinstein, el clamor contra los abusos sexuales ha dado un nuevo y vigoroso impulso al movimiento feminista. Tomando Hollywood como epicentro, y con ídolos caídos de la talla de Kevin Spacey o Louis C. K., el terremoto de denuncias contra la agresión y el acoso sexual no ha dejado de crecer, expandiéndose a la industria de la música, la ciencia, el mundo académico, el deporte y la política.

El penúltimo nombre en saltar a la palestra es, nada menos, que el de un candidato al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Brett Kavanaugh, denunciado por varios casos de violación sucedidos hace décadas. Quienes se preguntan cómo una mujer, Christine Blasey Ford, viene treinta años después a manchar la reputación del magistrado, deberían atender más bien el peligro que trae aparejado esta clase de acusaciones contra figurones todopoderosos como Weinstein o Kavanaugh. Aparte de soportar las burlas grotescas de Donald Trump (el mismo mamarracho que aconsejaba agarrar a las mujeres del coño), Ford ha tenido que separarse de su familia, irse con su marido a un hotel y pedir ayuda al FBI para hacer frente a las amenazas de muerte recibidas. Es difícil calibrar el coraje que debió reunir Ashley Judd, una de las primeras en denunciar al aparatoso macho alfa de Miramax, para atreverse a demandar al hombre que hundió su carrera.

Ahora, un año después, casi parece sencillo, como si nos hubiéramos acostumbrado al escándalo diario de descubrir a un depredador sexual detrás de un editor de periódico o un director de orquesta. La oleada del #Metoo ha alcanzado también a la Academia Sueca de Literatura, cuando el fotógrafo francés Jean-Claude Arnault, vinculado hace años al comité del Nobel, ha sido condenado a dos años por violación ante las abrumadoras evidencias presentadas por la propia denunciante y siete testigos. Premiar al movimiento #Metoo sería una ocasión excelente para limpiar un galardón lleno de mierda hasta la boca.

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