Punto de Fisión

Postureo monárquico a tope

Esta semana los españoles han tenido dos oportunidades de contemplar al jefe del estado fuera de su hábitat natural del Palacio de la Zarzuela. Los resultados no han podido ser más contradictorios. Los observadores han podido comprobar que el rey sumergido en el metro experimenta un empuje hacia arriba y que el mismo rey sumergido en un fluido experimenta un empuje hacia abajo. La conclusión es obvia: Felipe VI debería acercarse a la ciudadanía únicamente a través de la televisión y sólo en ocasiones especiales, es decir, mensajes navideños y reprimendas al independentismo catalán. Cualquier otro intento de aproximarlo al común de los ciudadanos está condenado al fracaso porque un rey, cuanto más normal intenta parecer, menos normal parece.

El viaje a la zona cero de Mallorca, donde las inundaciones dejaron al menos doce muertos, marcó el momento cumbre de un paseíllo donde el monarca iba estrechando las manos de los voluntarios que habían ayudado en la catástrofe. La escena tenía resonancias de ceremonia militar sólo que en traje de faena y con escobas en lugar de fusiles. Cuando uno de los voluntarios le ofreció la escoba, durante unos instantes el monarca no supo qué hacer, un fallo de protocolo que Rafa Nadal solventó la semana pasada achicando cubos de agua. A algún cortesano se le ocurrió la feliz idea de que el rey de España podía emular al rey de la tierra batida, pero no contó con que el fango no es una superficie idónea para ninguno de los dos. A Nadal lo brearon por coger la escoba y hacerse la foto, y a Felipe VI por ir a hacerse la foto y no coger la escoba.

Mucho más peligrosa ha sido su inmersión en el metro de Madrid rememorando el viaje inaugural que hizo su bisabuelo, Alfonso XIII, 99 años atrás. Ambos deberían haber tomado la línea circular, porque ha pasado casi un siglo y seguimos parados en la misma época. Esto de que los grandes poderes se mezclen con la plebe no deja de tener riesgos; no hay más que recordar aquella visita al metro que protagonizó Gallardón unos años atrás, acompañado de Pedro Jota: por poco no se quedan los dos atrapados para siempre en uno de los torniquetes.

Escoltado por un nutrido grupo de exploradores, el monarca no se arredró y se introdujo en el meollo mismo de un vagón, ese paralepípedo de fatiga, somnolencia, manspreading y sudor rancio donde a veces incluso se cuela algún mendigo. Era la respuesta borbónica al Plácido de Berlanga, pero en vez de sentar a un pobre una noche a la mesa de unos millonarios, un millonario comparte el traqueteo histórico de los trabajadores para ver cómo se las apañan sin limusina y sin helicópteros. Fue, también, un descenso a los infiernos, como el de Odiseo preguntando el camino de retorno a Ítaca y a su trono asediado por los pretendientes. Tras su exhibición de postureo monárquico, Felipe VI quizá ha comprendido al fin que los españoles somos un pueblo díscolo y desagradecido por naturaleza: no hay manera de tenernos contentos. Ha

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