Punto de Fisión

Cardenal y Anticristo

Un tribunal australiano ha conseguido batir la marca de salto de altura en las condenas por pederastia a altos cargos de la Iglesia Católica. Era un asunto peliagudo, porque hay incluso obispos y arzobispos metidos en el inmundo lodazal de los abusos a niños, pero ayer un jurado en Melbourne halló culpable de cinco cargos de delitos sexuales al cardenal George Pell, consejero directo del Papa Francisco y ministro de Finanzas del Vaticano, recién cesado de su cargo hace dos días. Pell era el número tres en el organigrama católico, el cuatro si contamos a Dios Padre, el cinco con el Hijo y el seis con la paloma.

Precisamente ha costado Dios y ayuda llegar hasta ahí, al cardenal Pell, a la cúpula misma de San Pedro, sólo para descubrir lo que era un secreto a voces: que la Iglesia Católica está podrida hasta la médula. No ya por la densidad de pederastas por cada metro cuadrado de basílica, ni por la desfachatez con que se cagan en sus votos sagrados, ni siquiera por la tenebrosa red de mentiras, encubrimientos, disimulos y cortinas de humo con que encaran cada nuevo escándalo. Es, sobre todo, por la insolente tranquilidad con la que todo el cuerpo eclesiástico, desde el Papa hasta los sacristanes, ha aceptado las violaciones a menores como un secreto tradicional de la liturgia. Pell descubrió a dos críos de 13 años bebiéndose el vino de misa, les dijo que habían cometido un pecado muy grave, les obligó a que le hicieran una felación y después se masturbó delante de ellos. Hubo más historias con otros niños del coro, incluso más sórdidas, pero con esa asquerosidad ya basta. Dejad que los niños se acerquen a mí, dijo Cristo, pero no se refería a esto.

Con respecto a los innumerables casos de pederastia dentro del seno de la iglesia católica y antes de que acabara incluido en el lote de depredadores infantiles, el cardenal George Pell llegó a declarar que la iglesia no era más responsable por los abusos sexuales a las víctimas que una empresa de transportes que contratase a un transportista que luego violara a una mujer. Este montón de heces verbales no han sido expelidas por un ignorante o un payaso con sotana sino por la tercera autoridad del Vaticano, el señor que hasta anteayer llevaba las cuentas del negocio y el consejero personal del Pontífice. A estas alturas el Papa Francisco puede decir misa.

Hace siglos -si no milenios- que las altas jerarquías de la iglesia católica no tienen nada que ver con el auténtico mensaje de Cristo: humildad, pobreza, amor. Viven en palacios renacentistas, vestidos de ropajes fastuosos, rodeados de obras de arte y lujos millonarios; amparan, promueven y bendicen regímenes homicidas; ocultan y practican crímenes abominables, que van desde el abuso de menores hasta el secuestro y tráfico de recién nacidos. ¿Qué tendrá que ver el amor con follarse a un niño, con quitarle un hijo a su madre y venderlo bajo cuerda? En el mejor de los casos, miran para otro lado al descubrirse que uno de los suyos ha cometido el pecado que más horrorizaba a Cristo: "Al que haga tropezar a uno de estos pequeños, mejor sería que le colgaran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar". ¿Qué más pruebas quieren, lectores del Apocalipsis, de que el Vaticano es la encarnación exacta del Anticristo, la Gran Ramera de Babilonia sentada sobre siete colinas?

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