Punto de Fisión

El Everest en rebajas

En poco más de una semana, desde que se abrió la ventana de buen tiempo primaveral en el Himalaya, la lista de fallecidos en el Everest casi asciende a una docena. Es una cifra apabullante, sobre todo teniendo en cuenta que no hubo accidentes, tormentas de nieve, terremotos, ni avalanchas. La foto del alpinista nepalí Nirmal Purja, que regresaba de hacer cumbre el pasado 22 de mayo, dio la vuelta al mundo al mostrar una hilera de más de doscientas personas haciendo cola en la montaña más alta del planeta. Durante una hora y media Purja intentó poner orden en aquel atasco como si fuese un guardia de tráfico. Tuvieron mucha suerte, bastaba que el viento hubiera soplado un poco más fuerte para que empezase a arrancar gente como fruta madura de la arista sureste. Un brusco cambio de tiempo y ahora podríamos estar hablando de la mayor tragedia jamás ocurrida en el Himalaya.

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Un resbalón, un desprendimiento, un fallo en la botella de oxígeno, un edema cerebral, un edema pulmonar: prácticamente cualquier cosa puede matarte en la alta montaña. No digamos ya en una montaña de la talla del Everest, un ochomil cuyas laderas son cementerios salpicados de cadáveres de diversas épocas. Sobre todo de la nuestra, una era materialista en la que miles de turistas atraídos por el reclamo de la aventura creen que el techo del mundo está al alcance de sus bolsillos. Jon Krakauer contó en su best-seller Into thin air su participación en la escabechina de 1996, cuando dos expediciones comerciales dirigidas por sendas compañías de aventura se saldaron con una docena de muertos tras una concatenación de retrasos, errores y malentendidos coronados por una tormenta en toda regla.

Se diría que algo tendríamos que haber aprendido de aquella tragedia, pero lo cierto es que veintitantos años después, la cosa está peor que nunca y la gente sigue ascendiendo al techo del mundo en plan romería. En la extraordinaria película Everest, de Baltasar Kormákur, basada en los recuerdos de otro superviviente, hay una escena en que uno de los jefes de expedición, Rob Hall, pasea por el campo base y ve a un guía explicando a unos clientes cómo se colocan unos crampones. El equivalente sería, por ejemplo, contemplar a unos chavales sacándose el carné de conducir antes de participar en un gran premio de Fórmula Uno.

La masificación en el Everest responde a las leyes de la oferta y la demanda, al hecho increíble de que el gobierno nepalí hace mucho que decidió sacar tajada del negocio sin aplicar el menor criterio deportivo. Hoy día, cualquiera puede intentar subir a la cúspide del mundo siempre que disponga del efectivo suficiente, incluso sin tener la menor experiencia alpina. No hay el menor respeto por el Everest, un corolario lógico en una época que no muestra el menor respeto por las montañas, por los océanos, por los espacios salvajes, ni por la naturaleza en general. Mucha gente piensa que puede alquilar a un serpa para que lo lleve de la mano al punto más alto del planeta, del mismo modo que puede alquilar el vientre de una mujer para adquirir un niño. Hay formas más baratas de matarse, aunque no tan empingorotadas. No se puede caer más alto.

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