Punto de Fisión

Salvemos al soldado bar

Salvemos al soldado bar

Es un hecho sabido que en el tiempo de los romanos una ardilla podría cruzar la Península Ibérica saltando de árbol a árbol, pero hoy en día tendría que hacerlo yendo de bar en bar. Con tantos bares y tantos restaurantes, el problema no iba a ser llegar hasta los Pirineos: el problema iba a ser salir de Cádiz, de Madrid y de Bilbao. La hostelería es la marca diferencial del país desde mucho antes de que Fraga promocionara el chiringuito de playa como la respuesta española a los búnkers y casamatas del Muro de Atlántico. Si en el desembarco de Normandía los aliados se hubiesen encontrado con unos cuantos chambaos bien pertrechados de cerveza, manzanilla, jerez, migas, gambas y espetones de sardinas, la Segunda Guerra Mundial habría sido otra historia. "Que inventen ellos" decía Unamuno, y nos lo imaginamos diciéndolo apalancado en una barra, mientras se toma un chato de vino y unas anchoas.

En un pasaje célebre del Quijote, tantas veces citado fuera de contexto, don Quijote y Sancho se topan con la iglesia del pueblo y acaban discutiendo, como casi siempre, ya que ellos eran más de tropezar con fondas y posadas, alancear cueros de vino y dirigir ínsulas baratarias. De cualquier modo, la iglesia y la hostelería forman dos de los pilares básicos de la economía hispánica, sin olvidar el negocio de la construcción, que es la tercera pata del banco desde Atapuerca y desde antes de que los bancos fuesen bancos. De ahí las ayudas institucionales a los patriarcas del ladrillo y de ahí el régimen fiscal de manga ancha del que disfrutan las posesiones eclesiásticas en suelo patrio. Lo difícil era que don Quijote y Sancho tropezaran con otra cosa, por ejemplo, con una universidad o una biblioteca.

De inmediato el gobierno ha decidido movilizarse para sostener el sector hostelero, fuertemente golpeado por la crisis del coronavirus y por las restricciones provocadas por las condiciones sanitarias. La hostelería reclama 8.500 millones de euros para garantizar su supervivencia, una cifra que contrasta con los 4 millones destinados a paliar la angustiosa situación del sector del libro. Mientras en otros países las administraciones se desviven para salvar la cultura, aquí la diferencia es de 8.496 millones a favor de la barra libre, el botellón y los calamares. A menos que uno no sea español de pura cepa, no se entiende muy bien que el grueso del rescate se dedique a apuntalar bares, tabernas, tascas, cantinas, discotecas y demás templos del alcohol, mientras se abandonan a su suerte no sólo librerías, cines y teatros, sino también ferreterías, droguerías, talleres, peluquerías, panaderías, estancos, carnicerías y demás negocios abstemios. Parafraseando al clásico, podemos decir que en España vivir no es necesario: beber sí.

Eso de tener los bares cerrados durante el toque de queda es un verdadero problema, porque a veces me da por levantarme muy temprano y tengo que cruzar tres o cuatro calles para llegar hasta mi despacho, donde tengo el ordenador, la biblioteca, el tabaco y otros utensilios de mi oficio. A veces temo que la policía me pare, me pregunte a dónde voy a esas horas y no me libre de la multa, porque resulta inverosímil que alguien se gane la vida con la escritura, no digamos a las cinco de la mañana. Me acuerdo entonces de aquel reality de la aduana de Canadá, donde la policía no investiga tanto si el viajero incauto lleva encima drogas, armas o licor de contrabando, sino que están especializados en detectar si tiene permiso de trabajo. "Usted viene aquí a trabajar, no lo niegue" dice el aduanero, implacable, mandándolo de vuelta a casa como si el pobre hombre aspirase a un puesto en la directiva de Vox. Si los bares estuvieran abiertos, al menos siempre me quedaría el recurso de echar un trago.

 

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