Punto de Fisión

La carta de Pedro Sánchez a un niño

La carta de Pedro Sánchez a un niño

Desde que tengo uso de razón, no me he sentido orgulloso casi nunca de nuestros representantes políticos, no digamos ya representado, que es lo mínimo que debería pedirles. No soy muy sanchista, la verdad, sería mejor decir que no soy nada sanchista. No obstante, la carta que envió Pedro Sánchez a un niño de once años, víctima de una agresión homófoba en el instituto Isaac Peral de Cartagena, ha sido una de las pocas veces en que mi viejo corazón ácrata ha latido al unísono con el del jefe de gobierno en cincuenta y tantos años. Me da lo mismo que la carta haya sido concebida y escrita por uno de sus quinientos y pico asesores, quien por una vez se habrá ganado el sueldo; me da lo mismo que la carta haya sido preparada como una maniobra publicitaria para prender el afecto de las multitudes: en ocasiones la publicidad, más allá del chantaje emocional y el gancho pecuniario, se convierte en poema, en obra de arte, en manifiesto y en puño que nos sacude un golpe para recordarnos el valor de estar vivos.

Sí, esa carta nos recuerda que en más de medio mundo todavía se persigue, se apedrea y se mata a los homosexuales; que vivimos en un país donde, a pesar del progreso social, de las campañas de concienciación y de las leyes aprobadas en su día por el gobierno de Zapatero, la homofobia sigue campando a sus anchas, jaleada desde la iglesia, desde Vox, desde HazteOir y otros estercoleros, y un día cualquiera, en cualquiera de nuestras calles, a un pobre chico le rompen la nariz por gustarle los chicos en lugar de las chicas. Estamos en 2020, tercer decenio, tercer milenio, y todavía me parece oír los gritos de los chavales a la salida del colegio en 1977 ("¡Mariquita! ¡Mariquita"), dirigidos a un compañero de clase que hablaba con la voz aflautada, caminaba meneando las caderas y hablaba con la mano doblada. Todavía recuerdo un debate en la televisión pública, no hace muchos años, en el que alguien sostenía que Lorca sería homosexual, sí, pero no afeminado, y entonces saltó Félix Grande (qué bien le iba el apellido): "Y qué más da, por Dios. ¿Es que no podía ser afeminado? ¿Es que hay algo malo en ser afeminado?" No en vano vivimos con el estigma de no haber encontrado todavía la tumba de Lorca, a quien, como dijo uno de sus verdugos: "Le metí dos tiros en el culo por maricón". Sí, para nuestra deshonra, aún no hemos encontrado los restos de Lorca, aún no hemos salido de ese armario.

Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,

contra el niño que escribe

nombre de niño en su almohada,

ni contra el muchacho que se viste de novia

en la oscuridad del ropero...

Son versos de de la Oda a Walt Whitman, un poema donde hay un polémico fragmento en el que incluso Lorca parece caer en la homofobia, cuando clama "contra vosotros, maricas de las ciudades", y enumera los remoquetes con que los apodan (sarasas, faeries, adelaidas, floras, jotos...) demostrando que, como tantos otros tabúes, como los términos referidos al sexo masculino o femenino, no hay una sola palabra en el diccionario que venga a llenar el vacío, que signifique exactamente eso, la atracción y el amor por las personas del mismo sexo, no al menos sin connotaciones peyorativas, médicas o folklóricas. Maricón es una palabra fea, pero una vez un amigo me explicó que a él no le llamara "homosexual", ni se me ocurriera, que eso le sonaba a enfermedad, a diagnóstico. Prefería que le dijera "maricón", con dos cojones. Puesto que me gustan la poesía y la ópera, y en mi primera novela había una historia de amor entre hombres, alguna vez me han dicho, medio en broma, medio en serio, si no seré de la acera de enfrente. Me hubiera gustado responder como Chaplin cuando le preguntaron, en medio de un viaje por la Alemania nazi, si era judío: "No tengo ese honor".

No me hace falta recurrir a los disfraces y artimañas de la literatura para hacerme una idea de lo que significa amar contra corriente; lo que debe ser sentir, desde que eres niño o niña, que tus sentimientos y pasiones están equivocados, que la religión, la sociedad, la educación, la familia y la cultura te han condenado de por vida a encerrar tus deseos y pasiones en una jaula. Tuve un tío paterno, Salomón, al que apenas conocí, porque tuvo que marcharse muy joven al exilio, a Alemania, y no le veía más que unos pocos días, en verano, cuando coincidíamos en la playa. Mi tío se tumbaba al sol, en la arena, junto a un alemán alto, calvo y fuerte, al que llamaba amigo porque no le podía llamar otra cosa. Recuerdo, muchos veranos después, que oí sin querer a dos de sus hermanos hablando de él cuando creían que estaban solos, una especie de murmullo entre dientes que era también una imprecación y un alarido: "Maricón perdido. Todo el mundo lo sabía. Maricón perdido". Lo dijo como si ser maricón fuese un delito, un crimen contra la humanidad, un pecado imperdonable, una desgracia y un baldón para la familia. Mi tío Salomón acabó trabajando en una peluquería de señoras no sé si en Berlín, en Hannover, o en Hamburgo y no tengo la menor idea, por desgracia, de cómo habrá sido su vida en Alemania, pero me imagino el infierno que habría vivido aquí, en la España de los cincuenta y los sesenta, digno de retratarse en un chiste de Arévalo o en una película de Alfredo Landa, ésa en la que un peluquero muy viril se hace pasar por marica para evitar problemas con los maridos de sus clientas.

La de chistes que hemos hecho -y que seguimos haciendo- con un sufrimiento que no tiene ni puta gracia; la de abrazos que perdimos de esos familiares que se fueron lejos por el qué dirán y por los todo el mundo lo sabía; la de gilipolleces que hay que oír a diario, la penúltima, la del Papa argentino que asegura que los homosexuales también son hijos de Dios, como si no lo supiéramos; la de niñas y niños que se muerden los labios a diario y se desgarran por dentro y fingen ser lo que no son por miedo y por vergüenza. Dice el presidente Sánchez en su carta a Diego José que en España no hay futuro para el odio y ayer mismo Macarena Olona (diputada de Vox por Granada, la misma Granada de Federico García Lorca) daba otro recital de homofobia en el Congreso, pidiendo que no sancionaran las terapias de conversión sexual, abogando por la libertad de considerar la homosexualidad una desviación, una enfermedad, un oprobio.

En medio de una crisis sanitaria mundial y mientras se debaten los presupuestos más urgentes de las últimas décadas, cómo no voy a aplaudir el gesto de un presidente que pierde (que aprovecha) un minuto de su tiempo en firmar y dar el visto bueno a una carta escrita para un niño que está en un hospital con la nariz rota por culpa de unos homófobos de mierda; cómo no voy a estar encantado con la bilis y la mala baba de los imbéciles que critican esa carta acordándose de cualquier agresión o agravio o injusticia que no viene a cuento ahora; cómo no voy a entenderla yo, que tuve un tío de nombre bíblico al que apenas conocí porque tuvo que huir de España por maricón, que tuvo que escapar de un pueblo bastante cerca de otro pueblo donde asesinaron a uno de los poetas más grandes del idioma por maricón. Cómo no suscribir ese gesto, esa carta.

 

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