Para mi hermano Dani y mis amigos Mijangos y Fio
Cuando estuve en Nápoles, un par de años atrás, el culto a Maradona seguía rabiosamente vivo a través de ofrendas, dibujos y pintadas callejeras, conmemorando aquellos lejanos días en que vistió el calcio de azul y blanco, un recuerdo de la bandera argentina. No es un culto tan serio como la Iglesia Maradoniana, cuyos fieles rezan un padrenuestro blasfemo y siguen un calendario fechado a partir del nacimiento de Diego, ni como esa estatua de diez metros levantada en Calcuta, sino algo más serio todavía, una mezcla de devoción, gratitud y nostalgia infinita. En el Museo del Fútbol de Nápoles hay un video en bucle eterno de una falta en el interior del área, con la barrera de la Juventus a cinco metros y el balón despegando de su bota como de cabo Cañaveral, sobrepasando cabezas y orbitando hacia la escuadra en una parábola que contradice todas las leyes de la física, de la cordura y del sentido común. En el video también hay jugadores, entrenadores y hasta un científico intentando explicar el efecto que tomó la pelota, pero es más sencillo considerarlo obra de Dios: un puto milagro.
"Yo no soy Dios" dijo Maradona con un bindi en la frente, en diciembre de 2017, agradeciendo al público el homenaje en Calcuta. "Soy un simple jugador que hizo sonreír a la gente en un campo de fútbol". La inmensa mayoría de los aficionados no estarían de acuerdo, ni con lo de Dios ni mucho menos con lo de simple. En el partido contra Inglaterra en el Mundial de México, donde Argentina se tomó la revancha por la derrota de las Malvinas, Maradona marcó doble contra sencillo: un gol impecable, increíble, glorioso, llamado "el gol del siglo", en que dejó atrás a cinco jugadores ingleses como si estuvieran anclados a un futbolín; y otro tramposo, antirreglamentario, un gol de estraperlo en el que se elevó por encima del guardameta Shilton y empujó el balón con la mano. Cuando los periodistas se lo reprocharon, Maradona respondió: "Ha sido con la mano, sí. La mano de Dios y la cabeza de Maradona". Es extraño que fuese el sintagma con el que iban a conocerlo porque, de haber algo divino en Maradona, no eran ni la cabeza ni las manos: eran los pies, el empeine aerodinámico, los muslos que le pidió prestados a Aquiles.
Sobre el césped tenía algo de héroe griego en la melena fosca y en el gesto bravío, una prefiguración de la escultura rota en la que iba a desembocar después, un trozo del Partenón caído por los suelos. Al lado de Shilton, que le sacaba veinte centímetros, y de los robustos defensas ingleses, Maradona parecía un niño. A lo mejor ése era su secreto, que siguió jugando toda la vida con la alegría, los ritmos y misterios de la infancia. No parecía un delantero de fútbol, para qué vamos a engañarnos. Corpulento, bajito, cuellicorto, más bien gordo, su anatomía tiraba más a la niñez y a la redondez de la pelota que llevaba imantada a los tobillos y que le obedecía como si fuese una extensión más de su cuerpo, otra mano, otra cabeza, otra rodilla. Había que verlo calentando antes del partido, jugueteando con el balón y bajándolo al toque, sin el menor esfuerzo, mientras el público cantaba enloquecido: una escena que Sorrentino homenajeó en Juventud, sin estadio, sin balón y sin público, con un Diego enfermo, hinchado, hidropésico, decadente, lanzando una pelota de tenis a la estratosfera.
Un amigo argentino me dijo un día: "Pibe, date cuenta, Maradona ganó el Mundial él solo con diez picapedreros". Seguramente exageraba, pero lo cierto es que nunca el Nápoles había conseguido un scudetto hasta que llegó él a hacerse cargo, una hazaña que repitió poco después únicamente para dejar claro que un milagro, un puto milagro, nunca se produce por chiripa. La verdad, no le iba lo de jugar en equipo, más bien corría y regateaba solo contra todos, igual que un niño en el recreo, como si nunca hubiera salido de entre los patios y chabolas de Villa Fiorito, y el recreo se prolongó hasta el anochecer, mucho después de cerrar la cancha y colgar la camiseta. Sí, llevaba mucho tiempo retirado de los campos de fútbol, dedicado al recreo, a esnifar rayas por kilómetros y a hacerse la vida polvo, al estilo de esos grandes saxofonistas de jazz que canjean música por sangre y de esos poetas visionarios para los que el cuerpo sólo es un estorbo. Admiraba tanto la revolución cubana que le dijo a su corazón que se parase el aniversario de la muerte de Fidel, y la víscera le hizo caso, obediente, al toque, como si fuese otra pelota. En el cementerio de Nápoles hay una pintada que reza: "No sabéis lo que os perdisteis". Y alguien, probablemente un muerto, escribió debajo: "Pero quién dice que nos lo perdimos".
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