No importa que sea en la Plaza de la República, en París, o en la calle Preciados, en Madrid; tampoco importan los motivos, protestar contra la llamada "ley de seguridad global" o ir de escaparates: lo cierto es que a la gente nos gusta juntarnos, unirnos, aglomerarnos, casi tanto como al coronavirus viajar de boca en boca y recorrer mundo. Me imagino que los sociólogos y los biólogos tendrán una explicación para esa tendencia humana al espíritu gregario, tan fuerte que desafía incluso al instinto de supervivencia y a las más elementales recomendaciones sanitarias. Debe de ser una instrucción impresa en el código genético, un mandamiento oculto de la especie muy anterior a los días en que nos columpiábamos de los árboles, quizá de cuando éramos cardumen o percebes aferrados a las rocas y había que apretarse todos juntos para aguantar la marejada y ponérselo difícil a los depredadores. ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente.
Vicente, sin embargo, no acaba de enterarse de que ya no hay depredadores, al menos en el sentido estrictamente zoológico del término, y que al bichito que ha paralizado la economía y desestabilizado la civilización se lo estamos poniendo a huevo. De manera que allá va Vicente junto con Vicenta y sus Vicentitos, a juntarse con otros miles de Vicentes y Vicentas, a compartir vaho, aliento y lo que venga. Leí no sé dónde que en cada bocanada de aire que entra en los pulmones va cargada de millones y millones de átomos de oxígeno, de tal manera que, a lo largo de su vida, es muy posible que cualquier ser humano acabe respirando alguna vez parte del mismo oxígeno que en su día respiraron Jesucristo, Marilyn y Cervantes -lo cual, dicho sea de paso, sería una hipótesis preciosa y asombrosamente ajustada del concepto de "inspiración". Da un poco de repelús pensar que ahora sería muy difícil no llevarse a la boca algún trozo de coronavirus que no haya estado antes en la de Donald Trump, Boris Johnson u Ortega Smith.
Nueve meses después del 8-M y con más de cincuenta mil muertos contabilizados, Vicente y el resto de la peña han salido en tromba a comprar regalos y celebrar un Black Friday que, en efecto, puede ser más black que nunca. Resulta lógico en mitad de un estado de alarma que más bien recuerda aquella vieja advertencia de nuestros progenitores acerca de esperar dos horas para hacer la digestión antes de saltar otra vez a la piscina. Todos los críos nos tirábamos al agua con el último bocado entre los dientes: total, tampoco sabíamos de ningún niño que hubiera muerto de un corte de digestión, ni tampoco que acabara en coma inducido tres meses con un tubo en el esófago. Si es verdad que la unión hace la fuerza, esto debe de ser el sindicato de la zambomba.
También hay que comprender que la gente no para de recibir mensajes contradictorios, igual que esas ratas de laboratorio a las que se les pone delante un trozo de queso, pero que para llegar hasta el queso antes deben pasar por un corredor electrificado. Por un lado la autoridad les dice que se queden quietecitos en casa y por otro que vayan de compras, no vayan a quebrar los grandes almacenes colapsando el sistema capitalista. Ahí estaba el alcalde Almeida hace dos días, invitando a los madrileños a ver el dineral público que se han gastado en luces navideñas y lo bien que brillan simultáneamente la bandera española y la factura de la compañía eléctrica. Acudieron en masa, como si los pobres no hubieran visto unos anuncios luminosos en la vida, como si vinieran de los años cincuenta, a ayudar a Pepe Isbert a encontrar a Chencho. Está claro que si algo falta en este pueblo son luces.
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