Los negacionistas son incansables: primero el covid, luego la vacuna y ahora la nieve. En los últimos años estamos asistiendo a un incansable despliegue epistemológico mediante el cual se van cuestionando a base de pamplinas nuestros más arraigados dogmas científicos. Si uno cree que la Tierra es plana cual palangana y que el mar rebosa por los bordes, el siguiente paso es acabar votando por gente como Ayuso, Trump o Abascal. La ciencia avanza en círculos, despacio, a tropezones, dos pasos adelante, uno atrás, pero la gilipollería corre en línea recta hasta que rueda escaleras abajo. Es perfectamente lógico, una desescalada cerebral en toda regla.
Lo último que hemos visto en materia de experimentación científica es a una señora que, con la ayuda de un mechero, demostró que la tormenta de nieve caída en Madrid este fin de semana en realidad no era nieve sino plástico. Faltaba una explicación razonable sobre qué conjura internacional hay detrás de esa falsificación a cuatro grados bajo cero, a qué oscuras instancias obedece y qué malvadas corporaciones se están beneficiando con este invento. Probablemente, comerciantes de estufas, traficantes de mantas, zapateros psicópatas, en fin, cualquier cosa excepto vendedores de helados. Un conspiranoico no se detiene a reflexionar los detalles, señala la conspiración y a otra cosa mariposa. Generalmente, la próxima conspiración. Tampoco le importa que detrás venga un científico y le brinde una explicación plausible a su teoría: el olor que venía del mechero y el efecto de sublimación provocado por el alto calor específico aplicado sobre un punto concreto de la nieve apelmazada. La verdad es que hace falta un doctorado en Física para rebatir a un tonto, y a veces ni con ésas.
Con la nieve falsa amontonada en Madrid podría fabricarse un alcalde de nieve, colocarlo en lugar de Almeida y nadie iba a notar la diferencia. Otro tanto podría hacerse con la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, aunque en este caso una muñeca de nieve, falsa o de verdad, daría muchos menos problemas. Avisados con suficiente antelación de la movida que se nos echaba encima, Ayuso y Almeida prefirieron cruzarse de brazos para no estropearnos la diversión a los madrileños. Una vez más apostaron por el caos institucional y el anarquismo a tope: árboles caídos, hospitales inaccesibles, calles clausuradas, cuadrillas improvisadas de vecinos montando patrullas de rescate. El neoliberalismo bien entendido significa que cada ciudadano se las apañe por sí mismo, que cargue con su propio saco de sal, su propia pala y su propio quitanieves.
Es normal, una vez terminada su gestión, que hayan pedido para la capital la declaración de zona catastrófica, sólo que lo han hecho con un poco de retraso: unos veinte años, más o menos. Madrid tendría que haber sido declarada zona catastrófica desde que cayó en manos de ese elenco de muñecos de nieve del PP que iban derritiéndose uno tras otro al tiempo que desmantelaban servicios públicos. Debajo siempre aparecía otro muñeco de nieve reemplazando al anterior: la herencia recibida.
De las obras faraónicas y el festival de vallas y túneles de Gallardón, del incendio del Madrid Arena a los hospitales privatizados por Aguirre, la ciudad lleva decenios padeciendo una tormenta (no de nieve, sino de mierda) auténticamente invulnerable a cualquier tratamiento científico. Las últimas ayusadas son que en el metro no existe peligro, aunque la gente vaya como anchoas en lata, ya que la infección se transmite mediante abrazos, y que ella no puede sacar personal y maquinaria de la nada, igual que se sacó el hospital Zendal del sobaco. Entre los concebidos no nacidos, las casas que Podemos iba a regalar a los okupas, los atascos de tráfico como seña de identidad cultural, la construcción de imbecilidades y el interminable chorreo de dinero público, Ayuso está alcanzando la estatura de un personaje de Stephen King, algo entre Pennywise y Carrie con unos toques de Jack Torrance. Casi sería mejor que la Comunidad de Madrid la dirigiese un muñeco de nieve o una muñeca hinchable.
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