Con la llegada de la misión especial Perseverance a Marte se cumple otro capítulo más del viejo sueño de la humanidad de salir de nuestro planeta natal, aunque, al paso que vamos, más raro aun que salir sería que nos dejaran volver a entrar. Por lo general, la historia de las exploraciones se divide en dos tipos: los viajes de quienes buscan algo y los viajes de quienes huyen de algo, aunque muchas veces se confunden móviles y términos, con lo que no es descabellado suponer que Colón cruzara el Atlántico escapando de los acreedores del mismo modo que yo volé a Manchester no tanto por seguirle la pista a Anthony Burgess como por dejar atrás Madrid en agosto.
La aventura espacial ha llegado a un punto en que nuestra curiosidad por descubrir nuevos mundos se solapa con la necesidad de buscar un refugio donde largarnos antes de que los océanos se cubran de plástico, los cielos de mugre y la superficie terrestre adquiera en su totalidad las dimensiones de un vertedero cósmico, que es para lo que va quedando. Hay un poema muy hermoso de Kavafis -La ciudad- que nos enseña la inutilidad esencial de cualquier mudanza, porque seguiremos siendo nosotros mismos donde sea que vayamos, en Madrid, en Manchester o en Marte. El poema viene a decir que cambiar de lugar de residencia intentando cambiar de vida es inútil, porque cargamos con nuestra vida a cuestas como las tortugas llevan caparazón o como Pablo Casado la sede del PP a la espalda, cuya peste va a perseguirlo cual baba de caracol según termine de montar el despacho.
Nos encanta la mierda, es un hecho, no hay más que ver los libros que triunfan, las películas que arrasan en taquilla, los desfiles de moda y la música que suena en las emisoras del radio. Eso por no hablar de programas de televisión, partidos políticos o deportes de equipo, si es que hay alguna diferencia. El planeta se está volviendo inhabitable, igual que una de esas mansiones maravillosas cuando las compra un multimillonario hortera en una subasta y, en cuestión de unos meses, un par de reformas, un montón de muebles caros, candelabros a lo Lovecraft, lámparas de ciencia-ficción, figuritas de Lladró y pinturas modernas, salen clavadas al multimillonario.
Tal vez por eso mismo los multimillonarios han decidido lanzarse de cabeza la carrera espacial y liderar una serie de proyectos con el fin de fabricarse un Shangri-La privado en el primer asteroide que hallen a mano. Jeff Bezos es una de las grandes fortunas actuales merced a su revolucionario concepto de suprimir los tiempos muertos dedicados a las funciones corporales. Oírle hablar de odiseas por el sistema solar y de abaratar costes en cohetes reutilizables da mucha tranquilidad cuando uno piensa que su gran contribución a la economía consiste en que sus operarios utilicen pañales o meen directamente en un bote.
Mientras tanto, Elon Musk aboga por alargar la jornada laboral hasta 80 horas y alaba el golpe de Estado contra Evo Morales para no perder comba con el litio, asegurando, en primera persona del plural, que ellos pueden derrocar a quien les dé la puta gana. Como dice mi amigo Angelo Fasce, si Elon Musk hubiera nacido en Rumanía, estaría asaltando chalets a las afueras de Lyon; si hubiera nacido en Bolivia, sería linchado por robar vicuñas; si hubiera nacido en China, sería el jefe de propaganda del Partido; si hubiera nacido en España, tendría un bar de tapas.
Sobrecoge la perspectiva de un futuro en Marte trabajando como esclavos de luna a luna a las órdenes de este par de negreros en un almacén inmenso, un polígono a la sombra del Monte Olimpo, preparando paquetes a domicilio y orinando directamente en una escafandra. Darwin ya advirtió que no sobreviven los mejores sino los más aptos (que suelen ser los más canallas) y Fran Lebowitz abogaba por extinguirse tranquilamente entre las ruinas de la civilización antes que tener que aburrirse el resto de sus días en una tertulia de magnates. Sospecho que el infierno debe de ser algo muy parecido a una partida de cartas con Jeff Bezos y Elon Musk orbitando en un satélite. No hay más que ver la secuencia apocalíptica de Teléfono rojo, tras la traca final de hongos atómicos: la idea de que la élite destinada a sobrevivir en una red subterránea de refugios nucleares esté formada por presidentes, ministros, generales, millonarios y modelos despampanantes para perpetuar la raza. Al fondo, un deshecho de tienta del Tercer Reich haciendo el saludo hitleriano por reflejo, como un robot defectuoso o un cliente de Casa Pepe.
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