Está claro que este gobierno, con Pedro Sánchez a la cabeza, considera que el feminismo es mucho más peligroso que el nazismo, más peligroso que el negacionismo e incluso más peligroso que un concierto de Raphael, que ya es peligro. Se trata de una especialización biológica, similar a la manía que tiene el virus de propagarse rápidamente en tanatorios o reuniones familiares mientras que ni se le ocurre acercarse a los bares de tapas o a los vagones de metro abarrotados de gente. Desde tiempos inmemoriales las mujeres son propensas a contagiar epidemias mortales: la caja de Pandora, la manzana de Eva, las bacantes, la brujería medieval y ahora el coronavirus. Por eso es lógico que se prohíban las manifestaciones del 8 de marzo celebrando el Día de la Mujer, primero, por motivos de salud, y segundo, porque basta con que las mujeres sepan que tienen un día: tampoco hace falta que lo celebren.
Usted puede manifestarse por su derecho a tomar o servir cerveza, por su derecho a ir a esquiar, por su derecho a gasear a seis millones de judíos, por su derecho a descreer de la medicina y por su derecho a ser gilipolllas, pero lo de reivindicar los derechos de las mujeres es otra historia. Lo que las feministas y los feministos no acaban de entender es que el verdadero peligro no consiste en que vayan a expandir el coronavirus (lo que al fin y al cabo da igual, ya que beneficia a la industria farmacéutica y al negocio en alza de las funerarias) sino que están expandiendo el feminismo, perniciosa doctrina que insiste en el disparate de que los hombres y las mujeres son iguales, cuando desde la Revolución Francesa se sabe que los que nacen libres e iguales son los hombres. Los negros, los moros, los gitanos y otras minorías ya es otro cantar -por no hablar de los pobres- pero de lo que no cabe duda es de que el texto original decía "hombres".
No hace ni dos meses que una muchachita vestida de azul, una falangista de pasarela con un pintalabios bien chulo, daba un matiz inesperado al término "feminazi". Decir en voz bien alta, a más de medio siglo de Auschwitz, que los judíos siguen siendo el problema no es tan escandaloso como señalar que las mujeres necesitan una solución. Por eso el delegado del gobierno en Madrid ofreció una rueda de prensa explicando por qué permitía unas manifestaciones y otras no, un parlamento bien gracioso en el que, entre el índice de contagios, el sumatorio de asistentes y los diferentes criterios, estuvo a punto de concluir con un homenaje a Antonio Ozores: "¡No, hija, no!" Probablemente, el hecho de que el buen hombre se apellide Franco tiene algo que ver en el asunto. Ya se sabe que Franco es un apellido que viste mucho.
Es una suerte que un gobierno progresista, feminista y de izquierdas haya tenido el detalle de vetar que las mujeres se echen a las pancartas como si fuesen neonazis recitando el Mein Kampf, cayetanas con la minimiper, negacionistas recalcitrantes o tontas del culo sin más, porque no queremos ni imaginar qué habría sucedido si este curioso doble rasero lo hubiera adoptado el PP. Era previsible que si había un colectivo con dos dedos de frente para no salir en masa a las calles en mitad de la pandemia era el femenino plural, pero más vale prevenir. Por lo demás, el feminismo del PSOE consiste en usar mucho el lenguaje inclusivo y en colocar igual número de ministras que de ministros haciendo todos ellas, socialistas y socialistos, cosas de derechas. La reforma laboral, la ley mordaza, la regularización de los alquileres y ahora el 8-M demuestran una vez más que el PSOE es la continuación del PP por otros medios, sí, y por otras medias también. Si tiene que manifestarse, hágalo en la cocina pero, no moleste, por favor.
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