Punto de Fisión

Pido perdón

Entrada al campo de concentración nazi de Auschwitz. EFE
Entrada al campo de concentración nazi de Auschwitz. EFE

Cuando escribía el artículo publicado el pasado lunes, en ningún momento se me pasó por la cabeza que pudiera estar ofendiendo la memoria de las víctimas del Holocausto. Sin embargo, en palabras del Zohar, uno de los libros esenciales de la Cábala, "las palabras no caen en el vacío".

Da igual la intención irónica o sarcástica, la carga crítica que el autor crea haber colocado en la frase: al final el texto habla por sí mismo y el lector es el único juez. Equiparar a los ciudadanos del Madrid bajo el gobierno del PP con los judíos prisioneros en Auschwitz no fue sólo una hipérbole desafortunada o una comparación lamentable, sino una estupidez, uno de esos resbalones verbales de los que uno no se da cuenta hasta que ve el daño que ha hecho.

No tengo excusas. Lamento profundamente el dolor, la indignación y el malestar que hayan producido mis palabras y desde aquí pido perdón a cualquiera que se haya sentido ofendido.

Mi culpa, sin embargo, es aun mayor si tenemos en cuenta que yo no escribía, por decirlo así, de oídas, sino que he leído una abundante bibliografía sobre el Holocausto, he visitado el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau en dos ocasiones, y he escrito sobre él unas cuantas más, entre ellas un artículo en este mismo diario (Auschwitz, el corazón de las tinieblas), conmemorando el 70 aniversario de la liberación del campo, además e un largo capítulo de La sangre y el ámbar, un libro de viajes por Polonia que incluye también otro capítulo sobre Treblinka y Majdanek.

He visto con mis propios ojos los hornos crematorios, las alambradas, la cámara de gas, las fotografías alucinantes que testimonian el crimen: los rostros de los prisioneros famélicos, rapados, los ojos asustados que nos miran desde el horror. Lloré delante del pabellón consagrado a las pruebas del genocidio, las montañas de zapatos, botas, cepillos, peines, brochas de afeitar, brazos y piernas ortopédicas, las miles y miles de gafas amontonadas tras las paredes de cristal. Me estremecí delante de la lápida negra que, en el interior de la cámara de gas, pide recuerdo y silencio para las víctimas, y de la laguna negra en un extremo de Birkenau, cubierta por una capa de hielo oscuro, donde arrojaban las cenizas de los muertos.

Por mi parte, repito, no hubo ninguna mala intención, pero también repito que no tengo excusas. Investigamos, trabajamos y escribimos en un medio, Público, firmemente comprometido con la memoria histórica y con la memoria de las víctimas, y debería haber medido el alcance de mis palabras.

Recuerdo que, en mi primera visita a Auschwitz, regañé en voz alta a un par de muchachos que estaban bromeando y haciendo el tonto sobre uno de los montículos y de repente comprendo que yo he caído en el mismo error, la misma idiotez, el mismo pecado: la falta de respeto a las víctimas, la banalización del Holocausto. No, no hay nada con lo que comparar Auschwitz, porque Auschwitz es el mal absoluto, el horror absoluto, el pozo sin fondo de la civilización occidental.

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