Achacar a la biología lo que es una lacra sociológica e histórica siempre evita muchos problemas, especialmente el de pensar. Es mucho más fácil repetir tópicos y decir que las mujeres no tienen sentido del humor o que a los negros se les dan mejor los deportes que los estudios, sobre todo los deportes baratos, en los que sólo hacen falta unas zapatillas: va a ser por eso que, salvo excepciones, no hay muchos negros que destaquen en el tenis, el esquí o el polo, mientras que se hinchan a triunfar en el baloncesto y en el atletismo.
Una vez un escritor de cuyo nombre no quiero acordarme me preguntó por qué apenas había grandes nombres femeninos en la historia de la literatura -ninguna mujer de la talla de Cervantes, Dante, Shakespeare o Montaigne- y yo le contesté si ese desequilibrio evidente no revela una marginación sistemática más que una discapacidad genética. Por no hablar, claro, de cuántas escritoras no habrán sido eclipsadas, anuladas o tachadas de los registros bibliográficos al estilo de María Lejárraga, cuyo marido llegó a usurparle la autoría no sólo de relatos y obras de teatro sino incluso de un manifiesto feminista.
Tampoco me trago eso de que las mujeres escritoras poseen una sensibilidad especial que les permite ahondar en ciertos temas y las hace impermeables a otros. Creo que, en cuestiones artísticas, literarias o científicas, cualquier cosa que pueda hacer un hombre también la puede hacer una mujer y viceversa: es cuestión de voluntad y de talento, no de testículos o de cromosomas. Eso de que las mujeres están más dotadas para la lírica o la autobiografía son gilipolleces machistas, del mismo modo que el tópico de que los negros están naturalmente predispuestos al boxeo no es más que porquería racista de la peor clase y además falsa, como demuestra la reciente proliferación de campeones rusos y ucranianos entre los pesos pesados.
En el novedoso arte de la dirección cinematográfica, las mujeres han sufrido la misma discriminación desde el primer minuto, cuando los hermanos Lumiére se llevaron toda la gloria del invento mientras que prácticamente nadie ha oído hablar de Alice Guy. Más allá de las pioneras (Lois Weber, Lotte Reiniger, Elena Jordi, Dorothy Arzner, Ida Lupino) y de los nombres insoslayables (Liliana Cavani, Lina Wertmüller, Agnes Vardà) quiero reivindicar unas cuantas películas dirigidas por mujeres -algunas de ellas célebres, otras no tan célebres y alguna casi desconocida- películas que tocan casi todos los géneros, incluidos el western, el terror y la ciencia-ficción.
Fuego (1996), de Deepa Metha.
Dice Salman Rushdie que no hay fotografía del Taj Mahal que pueda compararse a la experiencia de visitar el Taj Mahal; sin haber estado jamás allí, sospecho que lo más cercano a la realidad es la obertura de esta película, una obra maestra que disecciona el insoportable machismo de la sociedad india a través del amor entre dos mujeres que se alzan contra todas las convenciones familiares y religiosas. Con toques de humor, guiños mitológicos y una conmovedora ternura, Metha logró el milagro de levantar un Taj Mahal de celuloide inmune a la ruina y al fuego.
La invitación (2015), de Karyn Kusama.
Una simple reunión nocturna de unos cuantos amigos desemboca en una pesadilla claustrofóbica en la que late el eco de la pérdida de un hijo y la amenaza de una secta todopoderosa. Terror psicológico y suspense en estado puro.
Días extraños (1995), de Kathryn Bigelow.
Como Scorsese, como los hermanos Coen, como tantos otros, Bigelow recibió un Oscar por una película indudablemente menor, cuando la joya más brillante de su corona, en mi opinión, es este magnífico thriller futurista en que la gente anda enganchada a la peor droga posible: sus propios recuerdos. Es ridículo que a Bigelow se la señale como la ex de James Cameron cuando para inclinar la balanza a su favor basta esta película.
El jinete (2017), de Chloé Zhao.
La reciente ganadora del Oscar asombró al mundo cuatro años atrás con este impresionante trabajo ambientado en el mundo del rodeo. De un realismo atroz, con actores que en realidad se encarnan a sí mismos -desde el trío familiar de padre, hija e hijo, a Lane Scott, el cowboy que quedó parapléjico tras una caída- Zhao rompió prácticamente todas las leyes cinematográficas al apostar todo o nada por un nuevo género, un documental de ficción, y ganar la apuesta. Con Brady Jandreau, el chaval protagonista que pasea sus ojos infinitamente tristes por la pantalla, descubrió además un diamante en bruto.
Ravenous (1999), de Antonia Bird.
Pocas veces me he sentido tan incómodo y tan indefenso ante una pantalla de cine como ante este complejo, sanguinario y deslumbrante cruce de géneros que amalgama el western y el terror, el canibalismo y el colonialismo. Entre pellizcos de humor negro y un lejano eco de El Wendigo, el espeluznante cuento de horror preternatural de Algernon Blackwood, la trama rememora a su modo la trágica historia de la expedición Donner, cuyos componentes acabaron comiendo carne humana, mientras la inquietante banda sonora, a medias entre Michael Nyman y Damon Albarn, nos va llevando poco a poco hasta el infierno. Siempre me he preguntado cómo es que la mujer capaz de alzar este fresco incomparable apenas hizo nada más, y sospecho que la respuesta tiene que ver con una secuencia, simbólica a más no poder, en que la bandera de las barras y estrellas ondea sobre un camino donde los seres humanos se devoran unos a otros.
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