Ethan Coen, el menor de los hermanos Coen, ha decidido aparcar la actividad cinematográfica y centrarse en otros formatos como el teatro, según ha revelado Carter Burwell, compositor habitual de sus trabajos y podría decirse que tercera pata del banco si no fuese por una serie de intérpretes característicos (John Goodman, Frances McDormand, John Turturro, Peter Stormare, Tilda Swinton, Jeff Bridges, Jon Polito, Steve Buscemi) que serían la cuarta y que forman algo así como la heráldica de la familia. Que el tándem de los Coen se quede sin una rueda es una pésima noticia, mucho peor que cuando nos enteramos de que Tarantino había dejado el cine, ya que hace muchos años que el cine lo dejó a él.
Desde que alborotaron el patio de butacas en 1984 con su truculento debut, Sangre fácil, los hermanos Coen nos han entregado un buen puñado de obras maestras y han inyectado en el séptimo arte un peculiar sentido del humor, del absurdo, del tempo y del ritmo que impregna incluso sus películas más salvajes y violentas, aunque es cierto que el cóctel unas veces les sale muy bien y otras no tanto. Por ejemplo, ni El hombre que nunca estuvo allí (2001), ni No es país para viejos (2007), la película por la que al fin consiguieron el Oscar, alcanzan, ni de lejos, el lirismo atroz, el aura trágica y la brutalidad demencial de sus dos grandes contribuciones al cine negro: Muerte entre las flores (1990) y Fargo (1996).
La primera ha quedado como una cima solitaria e inaccesible del género, con un Gabriel Byrne siempre detrás de su sombrero en el mejor papel de su carrera; la segunda dio lugar a una serie interminable de imitaciones y franquicias televisivas, casi un subgénero hecho de criminales lerdos chapoteando en geografías inhóspitas, aunque ninguna de ellas llega a emular el aire gélido y suntuoso del original. ¿Qué hay en ellas que pueda compararse a los silencios escalofriantes de Stormare o a Steve Buscemi invitando a una puta a cenar en un espectáculo con José Feliciano? ¿Cómo se les ocurrió el personaje increíble de Frances McDormand, la policía embarazada de ocho meses con un olfato privilegiado y un marido gordo dedicado a dormir y a diseñar sellos? ¿Cómo no se le había ocurrido a nadie antes?
En el campo de la comedia pura y dura tienen unos cuantos aciertos más o menos discutibles, desde su segunda y disparatada película, Arizona baby (1987) a la no menos aberrante Quemar después de leer (2008), donde cometieron la diablura de dar a dos de los galanes más atractivos del cine actual, George Clooney y Brad Pitt, sendos papeles de imbécil. Luego hay otras no tan logradas -El gran salto (1994), O Brother (2000), Crueldad intolerable (2003) o Ladykillers (2004), el innecesario remake de la obra maestra de Mckendrick- y un par de ellas, las últimas -Ave César (2016) y La balada de Buster Scruggs (2018)- que ni siquiera los más acérrimos fanáticos de los Coen, entre los que me cuento, nos atrevemos a defender. A propósito de Llewyn Davis (2013), un lamentable recorrido por la senda del fracaso bajo la sombra de alguien que pudo ser Bob Dylan, es lo más lejos que han llegado los Coen por el camino de exprimir el género cómico hasta que la sonrisa se te diseca en la cara.
El gran Lebowski (1998) es, sin duda alguna, su pantomima perfecta, tal vez su película más redonda y probablemente la mejor comedia del cine mundial en las últimas décadas. Absurda e hilarante hasta decir basta, es difícil decidir qué es más gracioso, si Jeff Bridges deambulando en pantuflas o Julianne Moore enloquecida pintando en pelotas desde un trapecio, John Goodman vestido de mercenario o Philip Seymour Hoffman de mayordomo rastrero, los nihilistas montando sus movidas terroristas o Sam Elliot dando la chapa gratis. El momento en que Turturro consigue un pleno a los bolos al ritmo de los Gipsy Kings todavía me hace caerme al suelo de la risa. "Niños de ocho años, Nota".
Con Valor de ley (2010) se entrometieron en el sacrosanto terreno del western adaptando por segunda vez la novela homónima de Charles Portis y sin miedo alguno al clásico de Hathaway en el que John Wayne consiguió su único Oscar. De hecho, la cinta de los Coen está varios puntos por encima de la de Hathaway, empatando a Jeff Bridges con Wayne y a Carter Burwell con Elmer Bernstein, y superándola ampliamente en el personaje crucial de Mattie Rose, la jovencita interpretada por Hailee Steinfield, y en el soberbio tramo final, una cabalgata mística a la luz de la luna que arranca las lágrimas.
He dejado para el final las dos rarezas, una asombrosa película de culto, Barton Fink (1991) y otra que merecería serlo, Un tipo serio (2009). La primera es una fábula alucinatoria cuyas implicaciones, guiños y resonancias necesitarían una enciclopedia, pero que quedaron bastante bien resumidas en la mejor frase de gancho desde aquella advertencia mítica que presidía el cartel de Alien: "Entre el cielo y el infierno está Hollywood". La segunda, una revisión paródica del Libro de Job rematada con uno de los finales más abruptos y sorprendentes del cine reciente y una línea entre los títulos de crédito que también podría servir de epígrafe al arte de este par de geniales gamberros: "Ningún judío resultó herido durante la realización de esta película".
Comentarios
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