He estado repasando a ver cuántas cumbres climáticas se habían celebrado desde que los científicos avisaron de que la cosa empezaba a ponerse fea. Hubo una primera reunión en Estocolmo, allá por 1972, organizada por la ONU, en la que representantes de más de un centenar de países se reunieron para charlar sobre medio ambiente y temas por el estilo. No debieron de ver el asunto demasiado mal porque la siguiente cumbre tuvo lugar en Río de Janeiro veinte años más tarde, lo que se considera un lapso razonable, y ahí hablaron de cuestiones concretas como la escasez de agua potable, la prioridad del transporte público y las fuentes de energía alternativas para sustituir a los combustibles fósiles. Se establecieron unos cuantos acuerdos que desembocarían con el tiempo en la firma del Protocolo de Kioto en 1997 y del Acuerdo de París de 2015. Como se ve, mucha prisa no se dan porque esto de salvar el planeta lleva su tiempo.
La tercera cumbre se celebró en Johannesburgo una década después, en 2002, y entonces ya se discutieron temas como el desarrollo sostenible, la degradación medioambiental y la mejora de la calidad de vida de la gente que subsiste en condiciones de pobreza extrema. Vistos los resultados, habría dado lo mismo que en lugar de representantes de 180 países hubieran convocado un concurso de misses que abogaran por la paz mundial y acabar con el hambre en el mundo. A lo mejor a las misses les habrían hecho más caso, vete a saber. Otros diez años después (se conoce que empezaban a cogerle el gusto), en 2012, volvieron las delegaciones a Río de Janeiro y en seguida terminaron por pactar un acuerdo de mínimos que decepcionó a todo el mundo y que varias organizaciones ecologistas denominaron "un fracaso colosal".
En esto del clima los gobiernos, y muy especialmente los gobiernos de las grandes potencias contaminantes, reaccionan igual que aquel bombero de Gila que estaba haciendo punto y que atendía una llamada por teléfono: "Usted, ¿qué nota? ¿Como sofoco, no? ¿Como calor, no? ¿Y mucho humo? ¿Y huele a chamusquina? Sí, eso va a ser un incendio. ¿Y dónde es? Ah, sí, que hay una zapatería en la esquina. ¿A usted qué día le viene bien? Es que estamos de trabajo que ni le cuento". Al final el bombero examina la agenda, bastante ocupada entre unas cosas y otras, y le recomienda a la pobre mujer que, hasta que ellos lleguen, cada media hora eche un jarrito de agua. "¿Fría, eh? Que la caliente apaga menos".
Este año, en la Cumbre del Clima de Glasgow, en lugar de Gila ha acudido Boris Johnson, quien en la jornada de inauguración repitió una serie de obviedades no por repetidas menos obvias: hay que abandonar el carbón, hay que reducir el uso de la gasolina y el gasoil, hay que utilizar coches eléctricos, hay que plantar muchos árboles, hay que cumplir plazos, compromisos y calendarios concretos. Hubo un momento, al evocar la charlatanería con que se incumplen dichos compromisos, en el que Boris Johnson citó literalmente a Greta Thunberg, quien se hizo famosa unos años atrás por su contundente activismo ecologista: la tragedia, a pesar de la farsa, seguía sonando a tragedia. Menos mal que en una entrevista en el Coliseo romano Johnson se desprendió del ectoplasma de Greta Thunberg y volvió a su modo borrico habitual al asegurar que el imperio romano cayó por culpa de la inmigración descontrolada. Varios historiadores profesionales han intentado explicarle que la caída de Roma fue bastante más compleja que esa chorrada, pero les habría dado igual comprarle un peine. ¿Es el cambio climático? Que se ponga.
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