Punto de Fisión

La vida como reality

La vida como reality
Verónica Forqué, en 'MasterChef Celebrity' junto a Miki Nadal. RTVE

El trágico suicidio de Verónica Forqué el pasado lunes ha suscitado, entre otras cosas, una polémica sobre el daño que los realities pueden hacer a los concursantes, aunque apenas se han mencionado los efectos que causan en la audiencia. Al igual que algunos otros columnistas (por lo visto, no los suficientes), hace más de seis años advertía del peligro de estos lamentables espectáculos a raíz del linchamiento público al que sometieron a un pobre chaval sin demasiado talento para los fogones: "Masterchef no es un programa de cocina: es un programa de humillación pública, una factoría de frustraciones, pornografía caníbal".

Tampoco hace falta ser profeta para adivinar que cualquier día la cosa iba a acabar muy mal y que puede acabar mucho peor a poco que se lo propongan. Masterchef, Sálvame, La isla de los famosos, Mujeres y hombres y viceversa, Gran hermano y demás bazofia televisiva son artefactos ideados y realizados con el fin de sacar a la luz lo peor de la especie humana, los instintos más individualistas y nocivos -la competencia feroz, la codicia, la envidia, el egoísmo-, los mismos que predica el neoliberalismo desde la era de Reagan y Thatcher como virtudes indispensables para triunfar en la vida. En lugar de fomentar la cooperación, el compañerismo, la amistad, premian la estupidez, la delación, el servilismo y la psicopatía. Van a un plató a despellejar a sus parejas y terminan despellejados. Van a cocinar contrarreloj sin saber que son ellos quienes van a acabar en la olla. Se dejan pisotear para luego poder pisotear a otros. Seres humanos degradados a la categoría de comida rápida, de ganado juvenil, de mercancía de usar y tirar, de tentetieso público. El capitalismo en estado químicamente puro.

Cuando empezó Gran Hermano, hace ya la friolera de veinte años, no pocos comentaristas lo saludaron como un divertido experimento sociológico, intentando sortear el evidente tufo a podrido que emanaba de aquel terrario humano donde los concursantes conspiraban, cotorreaban y se apuñalaban entre ellos a la vista de todo el mundo. En realidad, Gran Hermano sería un experimento sociológico si, al igual que en un laboratorio de ratas, los concursantes no supieran que hay una cámara vigilándolos. Pero desde el momento que son conscientes del asunto, la cosa degenera en teleteatro.

Un teleteatro de mierda, todo hay que decirlo, con guionistas de tres al cuarto, psicólogos de baratillo y cobayas de dos patas enloquecidas por el olor del premio y la posibilidad de hacerse famosos a cualquier precio. Al precio de la vejación, del ridículo y de la vileza. Yo vi apenas una hora de la primera emisión y me quedé estupefacto, horrorizado de asco, lo mismo que cada vez que zapeo por error y caigo en un debate de Sálvame o en un episodio de Masterchef. Supongo que entra en juego la misma fascinación que ante un accidente de tráfico. Pensar que hay gente que ha perdido semanas y meses enteros de su vida viendo títeres humanos en calzoncillos farfullando en una cama, aprendices de Arzak intentando cuadrar un huevo, verduleras, verduleros y viceversa tirándose los trastos a la cabeza por ver quién se ha follado más veces a un torero, pero que considera el colmo del aburrimiento leer una novela, oír una ópera, visitar un museo o ir de verdad al teatro.

En cuanto se coloca una cámara delante, los protagonistas empiezan a actuar, deslumbrados por los focos como mosquitos, del mismo modo que en la física cuántica el observador influye en lo observado. Eso lo sabían muy bien los diputados británicos cuando en 1989 se opusieron en vano a que la televisión entrara en la Cámara de los Comunes: no querían que el último baluarte del parlamentarismo se transformara también en un espectáculo. Hace mucho que los políticos occidentales son bufones en el escenario -actores en el mejor de los casos- que representan su papel no para el adversario sino para los índices de audiencia, esa entelequia a la que, como se ve, le encanta la bazofia. De ahí las payasadas de unos y de otros, de ahí que, en un exceso de histrionismo, el portavoz de Ciudadanos, Carlos Carrizosa, haya comparado al niño de Canet, que no podía estudiar en castellano, con Miguel Ángel Blanco. Difícil caer más alto pero cuando la vida deja de ser realidad y se degrada en reality, es posible cualquier cosa.

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