Ser juancarlista a estas alturas es como ser del Atlético de Madrid: se trata de una afición no apta para blandengues. Mi hermano, cuando era pequeño, cambiaba de chaqueta según el equipo que se llevara la Liga, así que cuando creció se apuntó definitivamente al Real Madrid, que arrasaba casi siempre. Durante décadas el juancarlismo fue el equivalente político del madridismo; uno se declaraba juancarlista por inercia, por la campechanía, el talante democrático, la salvación sobrenatural de un golpe de Estado, mientras se hacía la vista gorda a los evidentes defectos del personaje del mismo modo que al Real Madrid se le perdonaban uno o dos tropiezos en la Copa de Europa y el ajusticiamiento de un entrenador después de ganarlo todo.
Las cosas han cambiado bastante y no por culpa de Messi. Antes, para ser juancarlista, había que hacerse el ciego, el sordo y el tonto, pero ahora hay que serlo. Reconozcámoslo, no es fácil; se necesita un auténtico carácter, una mandíbula capaz de aguantarle diez asaltos a George Foreman y un estómago a prueba de úlceras. Desde aquella famosa cacería de elefantes en Botsuana y su humilde petición de disculpas ("lo siento mucho, no volverá a ocurrir"), el rey emérito ha cumplido con creces su palabra: no ha vuelto a cazar elefantes en Botsuana. Lo que sí ha ocurrido son otras cosas igual de divertidas: barraganas a sueldo, comisiones ilegales, líos con Hacienda, procesos judiciales en el extranjero y hasta una máquina de contar billetes en La Zarzuela. Un rey manejando una máquina de contar billetes sí que sería un temazo para un retrato de Antonio López.
Del rey Juan Carlos los republicanos podemos decir lo mismo que dice de él Hacienda: nunca defrauda. Lo último que hemos sabido de él es que se lo ha visto en su residencia de ancianos particular de Abu Dabi en compañía de un conocido traficante de armas, Abderramán el Asir, que debe más de catorce millones a las arcas públicas españolas y que es, además, un viejo amigo suyo. Lo que no se entiende es por qué ha saltado esta relación de amistad a primera plana de los periódicos: sería noticia si se viera al rey paseando al lado de un compositor de madrigales o de un cooperante de la ONU. Por eso, los flojos del juancarlismo (los mismos que decían que ellos no eran monárquicos, sólo que el rey los representaba mejor que cualquier pelagatos) han acabado pasándose directamente al felipismo.
En el discurso de la Nochebuena pasada, ese disco rayado que en España acompaña al turrón y a los villancicos, muchos ingenuos esperaban que el rey Felipe aludiera a su padre y miraban el televisor con la misma esperanza absurda de verlo tocando unas castañuelas y marcándose unas bulerías. El problema, sin embargo, no está en la conducta de un individuo sino en el núcleo mismo de la institución monárquica. ¿Por qué hizo el rey emérito lo que hizo? Porque podía, porque no tenía -ni tiene- ningún límite legal o constitucional. La omisión volvió puntualmente a la portada de los periódicos, aunque la verdadera noticia habría sido que hubiera hablado de él. Sin embargo, ahí estaba el rey Juan Carlos, el elefante en la habitación, el paquidermo innombrable de Botsuana que aparece al instante, automáticamente, en cuanto se nos ordena que no pensemos en un elefante.
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