Punto de Fisión

'Ulises' cumple un siglo

 

James Joyce, en una fotografía tomada en 1915.- Wikipedia

Esta semana, el 2 de febrero, se cumplen cien años de la publicación del Ulises y, tal como profetizó Joyce con no poco orgullo, los críticos y académicos siguen dándole vueltas a los rompecabezas, adivinanzas, alegorías y acertijos ocultos en esta obra magna, dispuestos a saltar sobre el estudioso atento apenas pise un cepo de palabras. En realidad, Joyce pronosticó trescientos años de análisis y teorías intentando sacar agua de un libro que él pensó inagotable; un libro ante el que infinidad de lectores, muchos de ellos ilustres o animosos, se han rendido; considerado una cima inaccesible del idioma inglés y un faro para el arte del novela. Esté donde esté, sea en el cielo o en el infierno, entre dioses griegos o santos bienaventurados, en el más allá o en la nada, el viejo hechicero irlandés, borrachín y medio ciego, debe de estar frotándose las manos.

Mientras algunos piensan que se trata nada más que de un monumental canto a la pedantería, otros aseguran que es el texto más influyente de la literatura occidental desde la publicación del Quijote. Sin embargo, Cervantes ignoraba -al menos hasta dar inicio a la segunda parte- que estaba poniendo patas arriba la historia de la literatura, mientras que el propósito declarado de Joyce era no dejar títere con cabeza. En este sentido, no sería vano hermanar su esfuerzo con el de Virgilio -quien aunó en un solo volumen la Odisea y la Ilíada (por ese orden) sólo para darle a Roma un fantasioso origen troyano- no tanto por el modelo homérico como por la magnitud del intento. Borges dijo de La Eneida: "Virgilio se propuso una obra maestra; curiosamente la logró. Digo curiosamente; las obras maestras suelen ser obras del azar o de la negligencia".

Otro tanto puede decirse del Ulises, un libro en el que Joyce apuntaba nada menos que a Homero. Con ser la principal, como advierte el título y el andamiaje de los capítulos, la sombra de la Odisea sólo es uno de los muchos pilares de un edificio cuyos lances y personajes remiten también a La Divina Comedia, a Hamlet o a La Venus de las pieles, entre docenas de títulos famosos. Por supuesto, también la Biblia y los Evangelios andan por ahí a todas horas, porque en la erudición laberíntica de Joyce pesa mucho su educación jesuítica y su fascinación por los ritos cristianos. De joven afirmaba que con sus poemas intentaba darle al lector una experiencia análoga a la de la comunión: convocar al espíritu divino a través de materiales vulgares, transformar el pan corriente y el vino moliente en la carne y la sangre del arte. A la Iglesia católica pueden y deben reprochársele multitud de crímenes imperdonables, inquisiciones, persecuciones, latrocinios, pero también, para ser justos, el mecenazgo de un caudal artístico incomparable: músicas, pinturas, esculturas y catedrales. Una de esas catedrales se llama James Joyce y está hecha de palabras.

La trama es ridículamente simple: Leopold Bloom, un agente publicitario, sale de casa y pasea por las calles de Dublín sabiendo que su mujer, Molly, va a engañarle con otro hombre. Una Penélope infiel y un Odiseo apocado que repite en clave de farsa las aventuras de su ilustre y épico antecesor. Sin embargo, más allá de los espejismos teológicos, de las referencias eruditas, de los interminables juegos verbales, del virtuosismo del fraseo y de la exhibición de técnicas narrativas, Joyce estaba escribiendo una carta de amor a su esposa, Nora Barnacle, una carta de casi mil páginas de las que ella apenas leyó treinta pero anclada en el caos prodigioso de aquel día en que tuvieron su primera cita: el 16 de junio de 1904. Mientras Proust levantaba un monumento imperecedero al pasado en los siete tomos de En busca del tiempo perdido, Joyce intentaba apresar el flujo espectral del presente: la impresión frente a la memoria, lo inmediato frente al recuerdo, la avalancha del mundo precipitándose a través de vista, tacto, gusto, olfato y oído. Sobre todo oído, un oído fabuloso.

Lo asombroso del empeño de Joyce es que pretendió meter en una novela todo lo que hasta entonces se había quedado fuera de la novela: el tedio de las horas perdidas, la somnolencia, las funciones fisiológicas, la comida, la digestión, la mierda, la escatología, la trivialidad, la palabrería, el hipo, la risa, la tos, el enjambre de pensamientos absurdos y repetitivos. Quería relatar no sólo los hechos pequeños y esperpénticos de unos cuantos personajes a lo largo de una sola y aburrida jornada, sino todo lo que se les pasaba por la cabeza, por el oído, la nariz, la boca y los ojos, todo lo que les bullía en las tripas, todo lo que ocurría alrededor con todos los armónicos visibles e invisibles, audibles e inaudibles. Dicho en una sola palabra, solemne y banal, repetida tres veces como una invocación o un acorde: la vida, la vida, la vida. Porque el Ulises de Joyce es un himno a la vida, con toda su petulancia y a pesar de ella, con un sentido del humor insobornable que es otro guiño cervantino -uno más, aparte del pobre hombre que parodia a un héroe de papel-, un mapa anodino y veraz de la existencia humana y de nuestro viaje a cuestas por la tierra, un terrible fracaso artístico o como dijo Virginia Woolf "una gloriosa derrota". ¿En qué otra novela, como señaló Samuel Beckett, la forma es el contenido y el contenido la forma? ¿Qué otro libro hay que, después de la infidelidad, la desgana, la culpa y la vergüenza, termine con campanas de boda? Sí, quiero. Sí.

 

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