Se nos ha muerto Fernando Marías, se nos ha muerto a traición a un puñado de íntimos y familiares, a un montón de amigos, a un ejército de colegas a los que ayudó en diferentes proyectos culturales que parecía irse sacando de la manga y que en realidad se sacaba del corazón, a una comunidad secreta de lectores y admiradores que parece extraída de un libro suyo. Se nos ha muerto Fernando así, en círculos concéntricos, de dentro afuera, el mejor tipo que he conocido en el tinglado éste de la literatura, el hermano mayor de los consejos infalibles, el jefe de cordada que siempre estaba ahí para echar una mano, tomar un café, decir una palabra. Era un magnífico escritor, un incomparable gestor cultural, un guionista de raza, pero eso apenas importa. Era, ante todo, un hombre bueno, alguien grande en todos los sentidos de la palabra, grande y bueno, y me doy cuenta de que estoy escribiendo como un niño porque la muerte de Fernando me ha dejado sin palabras, nos ha dejado huérfanos de repente a todos los que lo conocimos y lo queremos.
Mi primer encuentro con él fue en el antiguo Ritz de Barcelona hace exactamente diecinueve años y un mes, el 6 de enero de 2003, la noche del Premio Nadal; acababa de quedar finalista y estaba tomando algo en la barra junto a mi novia de entonces, apabullado por la emoción y la sorpresa, cuando de pronto se me acercó un desconocido alto, con gafas, alguien que percibió en seguida que yo estaba totalmente fuera de mi elemento, me puso una mano en el hombro y me dijo: "Hola, David, soy Fernando Marías. No te asustes y, sobre todo, no te preocupes". Es seguro que no dijo exactamente eso, pero eso es lo que vino a decirme, revestido de esa falsa seriedad científica que le daban las gafas, es lo que ha estado diciéndome todos estos años entre abrazos, risas y codazos. No nos conocíamos de nada, no había oído siquiera una palabra de mí y a los cinco minutos de presentarse ya éramos amigos de toda la vida y nos estábamos riendo a carcajadas.
Luego supe que lo que hizo conmigo, lo había hecho antes con muchos otros y lo iba a seguir haciendo muchos años después, toda la vida: reclutaba escritores novatos o no tanto que iba apadrinando sin querer, por pura generosidad, una ONG literaria en la que no dejaba de inventar antologías y libros colectivos para que algunos pudieran pagar la hipoteca y otros llegar a fin de mes. Una vez le pregunté medio en broma cómo podía ser tan generoso, tan bondadoso, y me respondió muy serio: "La bondad es el mejor negocio que hay y además no cuesta nada". Fue desde siempre un adalid del feminismo y entre esos espectáculos teatrales y esos volúmenes inverosímiles que se inventaba sólo para auxiliar a los amigos, a menudo había más nombres de mujeres que de hombres, una desproporción que una vez justificó mientras pedía al camarero sus dos e inevitables tazas de café solo: "La historia ha sido injusta con ellas durante siglos y va siendo hora de que reparemos la injusticia".
Le gustaba el cine sobre todas las cosas, quería ser cineasta cuando llegó a Madrid con el recuerdo centelleante de cientos de westerns y policíacos en la cabeza, secuencias y diálogos que soltaba en medio de la conversación, palabras que tú habías olvidado y que brillaban entre sus dientes porque tenía el don de fijarse en las esquinas, gárgolas y hornacinas de las grandes catedrales cinematográficas. Un día que hablábamos de la corrupción generalizada del tinglado editorial repescó una frase de The Two Jakes, la secuela de Chinatown dirigida por Nicholson: "Sí, pero somos los leprosos con más dedos de la ciudad". Le gustaba el cine, pero sobre todo le gustaba contar historias, y tuvo la inmensa suerte de que su hermano Luis dirigiera una película basada en una novela suya, y de que Miguel Hermoso llevara a la pantalla La luz prodigiosa, la novela donde Fernando se atrevía a resucitar a Lorca transformado en un pobre hombre que había sobrevivido a su fusilamiento y que no recordaba haber escrito un solo verso. Cómo olvidar su mirada de niño el día en que me dijo, ebrio de felicidad, que Ennio Morricone había llamado a la productora porque quería componer la partitura.
Nunca perdió esos ojos de niño, esa seriedad de niño que juega con las palabras igual que Fernando jugaba clavando el cuchillo en la mesa de aquella casa de su infancia en que escribió La isla del padre, el libro deslumbrante en el que relata la relación con el progenitor que era marino mercante y al que tuvo que amar de lejos. Casi tan largo como enumerar sus amigos sería recorrer los títulos de una obra apasionada y maravillosa, pero no pasaré por alto El niño de los coroneles, con la que ganó el Premio Nadal y que supuso uno de sus más espléndidos acercamientos a lo monstruoso, e Invasor, la novela donde amasó su rabia por la participación española en la guerra de Irak con una trama terrorífica: un combatiente que regresa a Madrid después de haber asesinado a una familia iraquí en el desierto y que, sin saberlo, junto a la culpa y el remordimiento, regresa con el padre de la familia que ha matado dentro de sus entrañas, invocando venganza.
Tenía una inventiva inagotable, un talento casi milagroso para la fabulación, lo fantástico y lo terrible, al tiempo que una ternura y una compasión insólitas con los monstruos literarios -Frankenstein, vampiros, zombis-, una combinación que dejaba al lector inerme. En los últimos años, sin embargo, cuando ya había aprendido todo lo que tenía que aprender de los géneros -novela negra, bélica, terror, fantástica- se había lanzado a una carrera de introspección personal, un desnudamiento iniciado en La isla del padre y culminado en Arde este libro, su última novela, la que narra su descenso a los infiernos del alcohol, los tormentos de la culpa y la nostalgia por la mujer, Verónica, que pidió que la incinerasen con un libro suyo.
Sí, nos quedan sus libros, pero siempre me faltará, nos faltará, su voz, esa voz irónica y señorial con la que podía dejar a una audiencia hipnotizada durante varias horas mientras levantaba un relato. Esa voz que, de repente, soltaba un comentario tan divertido ("Conste que yo no soy vasco, soy de Bilbao") que la cerveza se te salía por la nariz, porque Fernando, además de bondadoso y generoso, era el tipo más gracioso del ecosistema literario, aunque intentara disfrazarse detrás de su elegancia innata y sus gafas de científico loco. A pesar de eso, tuvo el detalle de regalarme el argumento de Todos los buenos soldados (Gila animando a las tropas en la guerra de Ifni y ejerciendo de detective) porque decía que yo era el único escritor que conocía con un sentido del humor capaz de sacarlo adelante.
La noche del sábado me llegó un mensaje diciendo que Fernando había muerto y no quise creerlo, aunque sabía que era cierto. Estaba acostado y no iba a dormirme, pero me empeñé en dormir porque sabía que iba a visitarme en sueños. Estuve toda la noche entrando y saliendo de la vigilia mientras Fernando entraba y salía de mis sueños, pero cuando desperté no recordaba nada salvo que estaba muerto y que la vida es un sueño. También me acordé de uno de esos diálogos en los que nadie más repara, uno de un western del que tampoco recuerdo el nombre, y donde Fernando me contó que un pistolero se doblaba de un balazo y decía: "Sábado. Nunca pensé que sería un sábado".
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