Punto de Fisión

Desnazificar a Putin

Desnazificar a Putin
Putin, este sábado en Moscú. EFE/EPA/SERGEI GUNEYEV/SPUTNIK/KREMLIN POOL

La mesa gigantesca en la que Putin se sentó a hablar con Macron hace unas semanas daba bastantes pistas de lo poco que tenía que hablar el perpetuo mandamás ruso con cualquiera de sus homólogos, ya fuese Macron, Johnson, Biden o quien se les ocurra. A fin de cuentas, los presidentes de esos países tienen fecha de caducidad mientras que Putin lleva en el poder más de dos décadas, con unas vacaciones de cuatro años que se tomó a cargo de su amiguete Medvéded -un tipo al que como muñeco de ventrílocuo sólo le faltaba un agujero en el lomo- y después de una serie de reformas constitucionales que se hizo a medida, como el que reforma el cuarto de baño para ampliar el retrete.

Aparte de gigantesca -seis metros de una silla a otra- la mesa estaba lacada en blanco, un blanco cegador, resplandeciente, quizá para recordarle a Macron el desastre del ejército napoleónico sobre la nieve primero y el de las divisiones blindadas hitlerianas después: una metáfora con patas del General Invierno tragándose caballos, tanques y hombres. En realidad, para lo que Putin tenía que decir, Macron todavía estaba demasiado cerca. Mucha suerte tuvo de que no lo sentaran en un patio del Kremlin o más lejos todavía, en un pupitre a orillas del Volga.

Ahora Putin quiere sentarse a hablar con Zelenski en Minsk para negociar una salida a la guerra, lo cual, después de los bombazos y los misiles, recuerda esos diálogos de vascos que empiezan a hostias y prosiguen a patadas. Como ha demostrado en numerosas ocasiones, para Putin hablar consiste en que él dice lo que le da la gana y su interlocutor asiente. No hay más que ver el tartamudeo con que su jefe de Inteligencia, hace sólo unos días, se tragó sus propias palabras en una reunión del máximo nivel sobre la situación de Donetsk y Lugansk. "Habla, habla claro, Serguéi", le decía Putin al pobre hombre, que parecía un alumno aterrorizado en medio de un examen y que aceptó la anexión a la Federación Rusa de las repúblicas separatistas antes incluso de que tuvieran tiempo de separarse.

En el comunicado de madrugada con que dio inicio a las hostilidades hubo un término con el que Putin justificó lo injustificable, más allá del coqueteo del país vecino con la OTAN: se trata, según él, de "desnazificar" Ucrania, un término con el que alude tanto a la violación de derechos humanos y las matanzas de civiles en el Donbás como a la proliferación de grupos armados de ultraderecha en territorio ucraniano. Sin embargo, pocos menos autorizados a hablar de derechos humanos y a condenar matanzas de civiles, dentro y fuera del territorio ruso, que Putin, quien además del larguísimo historial de periodistas, críticos y opositores asesinados o encarcelados, de la invasión de Georgia en la guerra de Osetia del Sur o del soporte militar con que ayudó a sofocar una revuelta popular en Kazajistán este mismo enero, cuenta en su haber con el mayor genocidio de la historia reciente: el que tuvo lugar en Chechenia bajo el silencio cómplice de toda la comunidad internacional en medio de un conflicto bélico mucho más despiadado y sanguinario que cualquier otro de los que han golpeado el mundo en los últimos decenios, incluyendo Irak, Palestina, Siria, Sudán y Yemen, y exceptuando la Segunda Guerra del Congo.

Entre el humo de las bombas y la nube de estupideces y paparruchas que acompañan cualquier guerra, está la creencia de que Putin, este Putin que acaba de invadir Ucrania, vuelve a ser comunista, cuando quienes llevan años aplaudiendo sus delirios imperiales, sus relaciones con organizaciones antisemitas y sus correrías homófobas son los líderes cerriles de la ultraderecha europea: Viktor Orban, Matteo Salvini, Marine Le Pen y, por supuesto, Santiago Abascal, que hasta retuiteaba mensajes suyos montando a caballo al estilo cosaco. Si la ley de Godwin indica que hay pocos argumentos intelectualmente más endebles que invocar el nazismo para intentar ganar una discusión, no digamos ya invocarlo para ganar una guerra un minuto antes de desatarla.

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