Cuando José Luis López Vázquez todavía estaba vivo, le dediqué un retrato donde decía que "tenía la mirada de un niño al que se le ha escapado un globo, una vida". Fue un tiro al azar, yo no sabía que su padre lo había abandonado poco después de nacer, hace poco más de cien años, y que su madre y su abuela fueron quienes lo criaron solas. Dicen que era un niño callado y taciturno, que su madre apenas si tenía dinero para comprarle juguetes, lo que refuerza ese tópico de que la vida no es más que una prolongación o una corrección de la infancia, que López Vázquez pasó por tantas películas riendo, retozando, disfrazándose y haciendo el tonto como si quisiera regresar a aquella edad perdida para siempre, a los caballitos de madera y los coches de plástico guardados en un desván inaccesible del recuerdo. Perseguía a una sueca en bikini por la playa o a una vecina mórbida en la escalera con una lascivia desesperada, sabiendo de antemano que aquellas mujeres estaban fuera de su alcance, que ya volaban por el cielo, globos de colores flotando entre las nubes.
Sí, quizá ese sentimiento de pérdida le daba la impronta característica de los grandes cómicos -Jack Lemmon, Peter Sellers, Alberto Sordi-, esa melancolía subcutánea en la que la tristeza convive bajo las carcajadas y arrasa el patio de butacas en cuanto les quitan la máscara de bufón y el drama emerge a la superficie. Nada menos que George Cukor -que había dirigido a Rex Harrison, a James Stewart, a Cary Grant, a Conrad Veidt, a Spencer Tracy, a Anthony Quinn- dijo, después de trabajar con él en Viajes con mi tía, que era el mejor actor del mundo, lo cual probablemente fuese una exageración porque no existe tal cosa, aunque da una idea de lo subestimado que lo teníamos. Le ofrecieron ir a Hollywood, pero no le apetecía estudiar inglés y decidió no salirse del tiesto: difícilmente Hollywood iba a llevarle más lejos de lo que le habían llevado Berlanga, Forqué, Armiñán, Saura o Ferreri.
En una época en la que los intérpretes, no sólo los españoles, actuaban casi exclusivamente de cuello para arriba, López Vázquez desplegaba una gestualidad enloquecida: piernas, cintura, brazos, manos y dedos meneándose en una mímica desgarrada que era un trasvase del cabaret y una prórroga del cine mudo. A veces, cuando se le agotaba la risa, parecía una drag queen sin glamour ni maquillaje, un travesti vapuleado por la vida, y por eso Jaime de Armiñán le dio el papel de solterona en Mi querida señorita, un estudio sobre la transexualidad de una profundidad y una delicadeza inverosímiles, más aun teniendo en cuenta que se estrenó en los estertores del franquismo. Tantas veces lo habíamos visto rondando y acosando señoras, dándoles la tabarra, intentando ligar sin éxito, que terminó por desembocar en el otro sexo del mismo modo que transbordaba de la alegría al desencanto más absoluto en una sola mirada y dos fotogramas. De hecho, no hay una mirada igual en toda la historia del cine.
Siempre quiso ser Groucho Marx y se disfrazaba de Groucho a menudo, incluso delante de las cámaras, pero la tristeza no le dejaba en paz y en el camarote español había demasiada gente hambrienta como para pensar que todo era una broma. El camarote de los hermanos Marx, al final, se transformó en una cabina de teléfonos donde se asfixiaba el país entero. En plena guerra civil fue varias veces a un cine de la Gran Vía a ver Una noche en la ópera, a huir de los bombardeos y la miseria en el navío delirante de los hermanos Marx, sin comprender que su bigote, al contrario que el de Groucho, no era pintado: era un bigote de verdad, un bigote breve y burocrático que le iba a durar media posguerra, un tachón de la censura bajo el que se resumían las frustraciones, las ansias y los sueños prohibidos. Fue Carlos Saura quien se lo afeitó definitivamente en una trilogía extraordinaria (Peppermint Frappé, El jardín de las delicias, La prima Angélica) donde López Vázquez corretea tras el tiempo y los recuerdos como un niño buscando sus juguetes perdidos.
El verdugo, una de las cimas de Berlanga, podía haber brillado todavía más alto si los productores no lo hubiesen apartado del rol protagonista para dárselo a Nino Manfredi. Pero López Vázquez, qué le iba a hacer el hombre, tuvo siempre pinta de secundario incluso en su propia vida: los directores casi ni se acordaban de él y sus esposas y novias lo abandonaban una tras otra. Quizá porque gastaba una cara casi anónima, tan común y corriente como sus apellidos: la cara de ese señor del quinto al que cien años después sigues viendo de vez en cuando en la escalera, en la cola de la panadería o en la pantalla de televisión como si se hubiera quedado al otro lado de la vida.
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