Punto de Fisión

Val Kilmer y la autoficción

A la hora de contar una historia, tan importante es lo que se cuenta como lo que se omite. Hemingway llevó al límite el principio de Chéjov de escamotear el centro de la narración, de sugerirlo mediante anotaciones aparentemente triviales, al igual que aprendió de Kipling el arte de escribir un relato como si no lo entendiera del todo. Sin saberlo y seguramente sin pretenderlo, Val Kilmer ha hecho de un documental autobiográfico un virtuoso ejercicio de prestidigitación en el que las secuencias más interesantes y jugosas de su pasado se quedaron en la sala de montaje. El Val Kilmer que aparece ante las cámaras -un actor acabado, vapuleado por un cáncer de garganta- es un personaje patético y digno de compasión, una estrella caída del firmamento de Hollywood que da más pena que otra cosa. Pero hubiera sido mucho más apasionante ver al otro Val Kilmer, el de las secuencias descartadas.

Lo vemos jugando con su hermano pequeño, que murió ahogado en una piscina tras sufrir un ataque epiléptico. Lo vemos bromeando con sus hijos. Lo vemos en un descanso del rodaje de Top Gun, maldiciendo a Tom Cruise y sin salir del personaje de Iceman. Lo vemos asistiendo a una reposición al aire libre de Tombstone, una de las recreaciones del mítico duelo del O.K. Corral, en donde interpretaba a Doc Holliday, un personaje que en la realidad murió de tuberculosis y que en la ficción siempre ha sido encarnado por actores musculosos y rebosantes de salud: Victor Mature, Kirk Douglas, Dennis Quaid o el propio Val Kilmer. Como si consultara un oráculo, enfrentado a su otro yo gigantesco de la pantalla, Kilmer prefiere retirarse a descansar. Lo vemos acudiendo a un fatigoso encuentro ante sus fans, firmando sin parar recuerdos de películas antiguas, respondiendo penosamente a los elogios con esa voz terrible de máquina de tabaco brotando de su laringe rota. En las fotos, en los videos, en los pósters, el viejo Kilmer echa un garabato sobre el joven Kilmer, el resplandeciente dios rubio que hizo arder las pantallas en varios taquillazos de los ochenta y los noventa.

Realizado mediante la trabajosa criba de miles y miles de videos caseros que él mismo fue grabando y almacenando desde la pubertad, el documental muestra el auge y la decadencia de un actor al que la suerte se le fue torciendo película a película hasta que la vida le pasó por encima. Sin embargo, a medida que transcurre el metraje, lo que no se dice empieza a pesar mucho más que lo que se dice. Y entonces se ve al otro Val Kilmer, el ególatra insoportable, el alter ego censurado flotando bajo la superficie. Como figura pública que copaba portadas y reportajes de revistas, sabemos bastantes cosas de Val Kilmer: desde luego bastantes más de las que fingen saber Ting Poo y Leo Scott, los dos responsables de que cuatro décadas de videoteca hayan quedado reducidas en Val a 109 minutos de una hagiografía indulgente.

Salvo Oliver Stone, que suelta tres frases de refilón, no hay en el documental un solo testimonio de los compañeros y cineastas que han trabajado a su lado. No se dice una sola palabra de la pesadilla que era trabajar con él durante los rodajes, un tipo petulante y soberbio, célebre por su mal carácter, sus desplantes y sus maltratos, al que en el mundillo del cine apodaban "Serial Kilmer". No se cuenta ni una sola de sus aventuras y romances con Cher, Angelina Jolie, Daryl Hannah, Cindy Crawford o Michelle Pfeiffer. No se menciona el hecho de que, ante los primeros síntomas de la enfermedad, Kilmer, devoto de la "ciencia cristiana", se refugió en la oración en vez de seguir los consejos médicos. Cuando sus hijos le obligaron a acudir a un hospital después de que se despertara vomitando sangre, ya no hubo más solución que practicarle una traqueotomía y darle varias sesiones de quimio y radioterapia. En el documental se oye una voz que dice algo así como "la ciencia y la oración me salvaron" y todavía hoy Kilmer asegura que "rezar ha sido mi tratamiento contra el cáncer".

Para captar aunque sea un reflejo de ese otro Val Kilmer impermeable a los videos caseros, merece la pena buscar en Filmin Lost Soul: el viaje maldito de Richard Stanley a la isla del Dr. Moreau, un documental extraordinario sobre una de las peores películas jamás rodadas, un auténtico desastre cinematográfico, tan fascinante, complejo e hilarante que parece una novela. Algún día tengo que contarlo despacio, pero de momento basta comentar que, cuando parece que ya nada podía empeorar en el infierno de aquel rodaje en Australia, entonces hizo su aparición Val Kilmer. Ahí el espectador comprende que el odioso personaje de Iceman en Top Gun se acerca mucho más a la verdadera personalidad del actor que todas esas escenas familiares amontonadas en cajas desde las que parece pedir perdón sin confesar una sola falta. A veces la ficción resulta el atajo perfecto para decir la verdad y a veces una confesión directa a la cámara no es más que cine fantástico.

 

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