He aquí una de esas raras, cada vez más raras, películas que te devuelven la fe en el séptimo arte. En un tiempo en que apenas se vislumbra auténtica sustancia cinematográfica en las pantallas -unas pantallas copadas por mensajes de buena voluntad, tostones publicitados y necios espectáculos palomiteros-, bastan unos cuantos planos de El prodigio (The Wonder, 2022), de Sebastián Lelio, para recordar en qué consiste el auténtico embrujo del cine. Una mujer avanza con un vestido azul inmaculado a través de un prado, luchando contra el viento, erguida bajo la gris pesadumbre de las nubes. Cinco hombres sentados ante una vieja mesa forman un tribunal de sombras. Una taberna llena de clientes muestra la techumbre decrépita, como si los maderos y las vigas importasen más que los rostros. En un desván donde el sol entra a rastras a través de un ventanuco, una niña demacrada reza sobre un camastro mientras el polvo apacienta fantasmas.
Hay tanta belleza en la fotografía, obra de la australiana Ari Wegner, que por un momento el espectador teme que ese festín de luz vaya a comerse todo lo demás. Los verdes de las paredes, los ocres de los muebles, las tinieblas iluminadas como en un bodegón barroco prestan a la historia una atmósfera tan espesa, tan intensa, que parece que todo fuese a sacrificarse en el altar de la estética. Hay críticas que lamentan la lentitud con que discurre la acción, aunque seguramente pasaron por alto la sutileza de esa visión donde el espacio toma el lugar del tiempo y el tiempo el del espacio. Lo avisan los títulos de crédito, un soberbio trampantojo que revela el truco del decorado y sirve de prólogo a la película. Van a contarnos un milagro.
El milagro es que una niña, hija de unos pobres turberos irlandeses, lleva cuatro meses sin probar bocado y las autoridades del pueblo llaman a una monja y a una enfermera para que sean testigos de que no hace trampas. La enfermera, Lib Wright, ha visto morir a muchos soldados en los campos de batalla de Crimea y no está dispuesta a sostener el embuste ni a presenciar otra agonía absurda sin presentar batalla. Es una batalla desigual: contra el médico empecinado en absurdas teorías pseudocientíficas, contra el párroco embelesado con el martirio de la pequeña, contra el terrateniente deseoso de dar más publicidad al caso, contra el alcalde encantado de que su pueblo, tantos siglos después, sea la sede de un milagro.
Poco a poco descubrimos que la enfermera lleva también a cuestas una tragedia envuelta en un paño ensangrentado, unos patucos de bebé y un frasco de láudano. Bajo el eco de la hambruna que azotó Irlanda, la familia de la niña oculta un secreto terrible y en la pelea que se establece entre la medicina y la religión, entre la razón y el fanatismo, Lib Wright comprende que en el destino de esa pobre criatura está cifrado su propio destino. Un soberbio elenco donde resaltan las cariátides de Tom Burke, Toby Jones y Ciarán Hinds sirve de fondo para una interpretación gloriosa de Florence Pugh en el papel de la enfermera, escoltada por una excelsa debutante de trece años, Kila Lord Cassidy. No es casualidad que a los mandos se encuentre el chileno Sebastián Lelio, quien anteriormente ya había explorado a fondo el universo femenino en varias cintas magníficas, Gloria (2013), Desobediencia (2017) y Una mujer fantástica (2017). Una lástima que se haya estrenado sin pena ni gloria en Netflix, una plataforma que ha dado bombo a productos tan flojos como Blonde o El poder del perro, porque únicamente la gran pantalla sería el marco apropiado para este prodigio.
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