Parecía bastante difícil deteriorar más todavía la parrilla de Telecinco, repleta de bazofia a todas horas, pero, como dijo un general en medio de una batalla, cualquier situación, por desesperada que sea, siempre puede ir a peor. Los directivos de la cadena no paran de pensar y han decidido finiquitar Sálvame, buque insignia de los programas de cotilleos, dando la patada a Jorge Javier Vázquez y sustituyéndolo por Ana Rosa Quintana. En Sálvame hemos visto de todo, discusiones subidas de tono, broncas, insultos, amenazas, humillaciones, burlas y todo el bochornoso repertorio de asquerosidades de un invento que apela a los instintos más bajos de la audiencia. Más triste aun que esos fingidos choques de testuces son las miles y miles de horas desperdiciadas en indagar gilipolleces del estilo de si fulanito le puso los cuernos a menganita, de cuántos polvos echaba un gallo de cuatro patas en una noche o de si no sé quién se habría acostado con no sé cuál.
Sin embargo, la telebasura de Ana Rosa Quintana resulta bastante más dañina, venenosa e indigesta que el circo parlante de Jorge Javier Vázquez, en primer lugar, porque mezcla mentiras y verdades a medias, y en segundo lugar, porque la gente cree que se trata de un programa respetable. Al fin y al cabo, detrás de los escándalos, berridos y exabruptos de Jorge Javier y sus invitados, no hay más que la tramoya de un teleteatro improvisado, un guiñol humano que ningún espectador con dos dedos de frente puede creer que vaya en serio. En cambio, detrás de las noticias y las amables tertulias de Ana Rosa, se esconde un calculado programa de desinformación nacional, una ramificación más de la cloaca mediática que ha empantanado este país durante años.
Resulta bastante descorazonador que dos líderes de la izquierda, Pablo Iglesias y Gabriel Rufián, hayan lanzado sendos elogios de la labor de Jorge Javier esgrimiendo el complejo mecanismo de la ideología en la industria audiovisual o las muy escasas ocasiones en las que el presentador ha atacado el fascismo, el racismo, el machismo o la homofobia. Hace algunos años, a uno de los principales colaboradores de Sálvame, Kiko Matamoros, le dio por improvisar breves y encendidas reseñas de libros que habían llamado su atención (lo sé porque una vez citó una de mis novelas), pero aparte de los agradecimientos del escritor y de los cuatro o cinco ejemplares más que pudo suponer esa mención, nada cambió sustancialmente en la estructura del programa. Una vez concluida la píldora literaria, los tertulianos volvían a tirarse los trastos a la cabeza.
Es seguro que el alegato de los valores progresistas que haya podido hacer Jorge Javier Vázquez a lo largo de los trece o catorce años de Sálvame no habrá significado más que una gota de luz en medio de un océano de detritus. Con todo, aunque no hubiese abierto la boca ni una sola vez en defensa de los derechos de los homosexuales o las minorías raciales, el daño infligido por la telebasura de Sálvame resulta una minucia al lado de la calculada labor de intoxicación y demolición emprendida desde la tribuna de Ana Rosa Quintana. La criminalización de las protestas callejeras, las patrañas sobre los okupas o las calumnias difundidas sin ningún pudor contra líderes de la izquierda forman parte de una campaña cuidadosamente coordinada y meditada para devolver el poder a la derecha. La telebasura de las tardes es un chiste comparada con la telecloaca de las mañanas.
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