Hace años, un porrón de años ya, un amigo mío y yo fuimos a comer a un restaurante y resulta que en la mesa de al lado estaba Josep Borrell almorzando solo, imagen bastante anómala porque los políticos de primera línea suelen estar acompañados en todo momento de coro, orquesta, claque y admiradores. Sin embargo, era la época en que Borrell llevaba años retirado de la política, un aislamiento que se reflejaba en la soledad de su filete con patatas. Creo que le preguntamos si pensaba regresar a la política, pero no recuerdo si respondió sí o no: a fin de cuentas, tampoco importa mucho lo que dijera. Las declaraciones de Borrell son tan resbaladizas que siempre van entre paréntesis, entre comillas o entre patatas.
En 2018, cuando era ministro de Asuntos Exteriores, despachó el genocidio de tribus aborígenes en los Estados Unidos, cifrado en varios millones de personas, diciendo que allí sólo habían "matado a cuatro indios". Fue el mismo año en que aseguró que Donald Trump le había sugerido que estaría bien construir un muro en el Sahara para frenar la inmigración ilegal, una frase de la que tuvo que desdecirse y que matizó con una explicación de lo más humanitaria: "Para nosotros, el Mediterráneo es un verdadero muro, ya lo tenemos, no nos hace falta construir otro". Un filántropo con patatas. Dos años después, Borrell tuvo que comerse otra vez sus palabras al sabotear la estrategia de Bruselas sobre el cambio climático señalando que los jóvenes estaban obnubilados por el "síndrome Greta".
En su labor al frente de la diplomacia europea en la guerra entre Rusia y Ucrania al mamporrero mayor de la OTAN únicamente le ha faltado disfrazarse de Rambo. Con un sueldo aproximado de unos 40.000 euros mensuales, Borrell pidió a los europeos que bajasen la calefacción para poder pagar el precio de la ayuda a Ucrania. Entre la escalada de despropósitos con las que ha ido agudizando el conflicto, la semana pasada dijo que los crímenes de guerra rusos sólo eran comparables a las masacres de la Segunda Guerra Mundial (olvidando, entre otras cosas, la matanza de Srebrenica) y aseguró que Rusia no es China, no es más que "un enano económico, una gasolinera con una bomba atómica". Con diplomáticos de este calibre se entiende que el diálogo consista básicamente en pegar hostias y que los fabricantes de armas estén poniéndose las botas.
No contento con liarla parda en el escenario internacional, Borrell ha vuelto su fina oratoria hacia el problema de la investidura señalando la paradoja de que la formación de gobierno "dependa de alguien que dice y repite que la gobernabilidad de España le importa un carajo". Es un eructo digno de un borracho de bar, que compite en resonancia con las declaraciones de José Manuel Soto, quien incendió Twitter este fin de semana al "aprovechar este momento de sosiego veraniego para hacer uso de mi libertad de expresión y cagarme en Sánchez Castejón, en su puta madre y en los millones de hijos de la gran puta que están de acuerdo con que España esté en manos de sus peores enemigos, que os jodan". Si pusieran a Soto en el cargo de vicepresidente de la Comisión Europea, Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, mientras le dan a Borrell una guitarra, nadie iba a notar la diferencia.
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