El final del verano siempre descoloca un poco las cosas. Este comienzo de curso nos ha traído, en el plano meteorológico, una tempestad que por poco inunda el país entero después de una sequía histórica y, en el plano político, una serie de movimientos tectónicos para formar alianzas con vistas a una posible candidatura que son para partirse la caja. Feijóo está a dos negociaciones de ponerse a bailar sardanas mientras que Sánchez quizá tenga más fácil nombrar a Puigdemont vicepresidente y embajador en Waterloo que quitar a Rubiales de su puesto en la Federación con ayuda de un sacacorchos.
A todo esto, uno echa un vistazo a los índices de audiencia y descubre con asombro que Grand Prix, un programa de entretenimiento que se remonta casi tres décadas atrás, vuelve a ser favorito del gran público. Por lo poco que he visto del programa, con sus chapuzones, sus batacazos y sus risotadas a coro, resulta un concurso de pruebas físicas al estilo de Humor amarillo sólo que con producto nacional bruto en vez de japoneses pegándose las costaladas y con Ramón García en lugar de Takeshi Kitano. Basta esta última modificación para hacerse una idea de lo que ha degenerado el invento. Está muy bien pasárselo pipa con estas chorradas si uno tiene doce años de edad o está borracho perdido o encadenado en una silla con unos aparejos sujetándole los párpados como el pobre Alex en La naranja mecánica.
Que Grand Prix siga triunfando en los hogares españoles con un modelo televisivo a mitad de camino entre una fiesta de pueblo y una charca de patos, significa que hay muchas cosas en las que aún seguimos empantanados en el siglo pasado. Por ejemplo, todavía hay mucha gente que no entiende que el escándalo provocado por el caso Rubiales ha corroborado de manera impecable la necesidad de la Ley del Sólo Sí es Sí, con el consentimiento explícito como viga maestra de todo su meollo jurídico. Hasta Pedro Sánchez lo ha comprendido al fin, después de que se quejara antes de las elecciones porque varios amigos suyos se habían sentido incómodos con el feminismo de Irene Montero. Como si el feminismo lo hubiese inventado Irene Montero.
Es difícil saber hasta dónde hubiera llegado el maremoto Rubiales si el propio Rubiales no se hubiese empeñado en usar a Jenni Hermoso primero como coautora del beso mediante un comunicado falso y después como harrijasotzaila o levantadora de calvos gracias a unas fotos que daban tanta risa como vergüenza ajena. Todavía hay quien piensa que esta historia va sólo de un piquito inocente, cuando debajo del piquito inocente se amontonan cientos de abusos a gimnastas y atletas, y detrás del tratamiento mediático del piquito hacen fila las tradicionales pesquisas sobre la conducta de la víctima, que algo le gustaría si no le metió un rodillazo en los huevos.
En ese peculiar tratamiento mediático del caso se ha examinado hasta la náusea la vida privada de Jenni Hermoso, desde videos puestos en circulación por Alvise Pérez (un propagandista de ultraderecha condenado varias veces por difundir bulos y al que le acaban de cerrar la cuenta en Twitter) a una exclusiva delirante del ABC: "Jenni Hermoso, localizada en Marbella, al lado de su familia, con un helado de turrón y chocolate blanco". El Grand Prix de Rubiales, que va infamia tras infamia y batacazo a batacazo. Se ve que, para esta gente, la única reacción lógica después de ganar un Mundial de Fútbol y aparecer en las portadas de medio mundo con la boca succionada por un alien con corbata, sería encerrarse en una iglesia y anunciar una huelga de hambre.
Comentarios
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