La semana pasada Emmanuel Macron sufrió un breve ataque de grandeur y dijo que no descartaba el envío de tropas a Ucrania. Podía haber hecho el anuncio con la mano bajo la chaqueta, a la altura del estómago, y un gorrito de papel en la cabeza, para certificar que era víctima del síndrome napoleónico. Putin tomó la amenaza como lo que era, un chiste diplomático, y devolvió la pelota advirtiendo que entonces a lo mejor respondía con una lluvia de armas nucleares que podía borrar del mapa la Torre Eiffel y alrededores. Unos quinientos o seiscientos kilómetros de alrededores.
Un par de días después, se filtró un audio en el que se escucha a varios oficiales alemanes planeando un ataque contra un puente en Crimea. En la conversación, los altos mandos de las fuerzas aéreas germanas hablaban del despliegue de misiles de crucero Taurus, de origen británico, en territorio ucraniano, y desde Londres le han pegado un rapapolvo al canciller alemán, Olaf Scholz, que ahora mismo no sabe dónde meterse. O bien la OTAN está preparando una intervención militar directa en suelo ruso o bien una reedición internacional de un número de los Monty Python.
La ventolera bélica de Macron es comprensible, puesto que tarde o temprano cualquier residente del Elíseo acaba creyéndose Napoleón con muchos más motivos que un pobre demente en un manicomio. Por regla general, todos los locos que se creen Napoleón eligen el discurso ante las pirámides o la victoria de Austerlitz, olvidando la serie de gatillazos in crescendo que comenzaron en la cama, continuaron en el mar y culminaron en España y en Rusia. En cuanto a Scholz, es mejor no compararlo con otro loco que se creyó Napoleón y que llevó al desastre al ejército alemán en Moscú, en Leningrado y en Stalingrado.
Total, lo bueno de los líderes que lanzan alegremente sus tropas al campo de batalla es que saben que no van a ir ellos ni sus hijos. Ya decía Napoleón que hay dos clases de soldados: los que manejan el cañón y los que son carne de cañón. Las guerras las hacen los políticos, sí, pero las protagonizan casi siempre niños. Como Aznar, como Bush Jr., como Abascal, como tantos otros patriotas de boquilla y golpes en el pecho, Macron ni siquiera ha hecho la mili: se trata, de hecho, del primer presidente francés virgen en estas cuestiones tan viriles de pegar tiros y darse tripazos cuerpo a tierra. A lo mejor por eso, el año pasado intentó poner en marcha otra vez su viejo sueño de restablecer el servicio militar obligatorio en Francia.
Al igual que Borrell y Ursula von der Leyen, Macron representa el espíritu de esa Europa mendaz y decadente que no es más que un cónclave de banqueros y fabricantes de armas; la misma Europa somnolienta que no movió un dedo para detener las matanzas balcánicas y que se sigue creyendo el ombligo del mundo cuando ya no es más que un museo de antigüedades o, en todo caso, un parque temático. Esa Europa póstuma y cadavérica, sin fuerza ni principios, que no sirve ni de marioneta de los Estados Unidos ni de juguete roto de la OTAN.
Macron llegó al Elíseo dos veces de chiripa, sólo porque los franceses no encontraron nada mejor que oponer a la extrema derecha de Marine Le Pen, que cualquier día de éstos se va a convertir en Marianne guiando al pueblo montada en un tractor con una bandera nazi. Para calibrar la frivolidad criminal del personaje, basta observar que, un día después de amagar una guerra abierta con Rusia, invitó a cenar a Kylian Mbappé y al emir de Qatar para intentar detener la salida del delantero del Paris Saint-Germain. A fin de cuentas, el fútbol es la continuación de la guerra por otros medios y a Macron se le dan mejor estas cosas. Da la impresión de hacer política medio desnudo, sentado en una silla de pavorreal: el regreso de Emmanuelle al erotismo fácil.
Comentarios
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