Donald Trump, cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos, tiene la virtud de convertir cada cosa que toca en un chiste. Hasta una bala. Un chiste malo, por lo general sin puta gracia: un comentario machista de lo más repugnante, un consejo para tratar el coronavirus mediante inyecciones de lejía, un golpe de estado en el Capitolio que al final concluye en una fiesta de disfraces. Pero que un botarate como Trump haya sido presidente de los Estados Unidos, y que muy probablemente vaya a volver a serlo, es el mejor chiste de todos.
Resulta bastante difícil tomarse en serio a Trump, pese a lo loco que está y al peligro que tiene, aunque la hilaridad y el terror es una combinación letal que impregna la democracia estadounidense hasta el tuétano. No me dirán que lo de tener al frente del país más poderoso y chungo del mundo a un anciano demenciado que confunde a Zelenski con Putin no da un miedo espeluznante y al mismo tiempo una risa que te cagas. Que Joe Biden esté sentado en la Casa Blanca, con acceso al botón rojo, en lugar de internado en una residencia de ancianos, es otro chiste glorioso. Hace tiempo que vivimos en una telecomedia a escala mundial a la espera de la última temporada.
Una bala rozó la oreja de Trump durante un mitin en Butler, Pensilvania, y casi de inmediato, en cuanto se levantó como un King Kong pelirrojo flanqueado de guardaespaldas, empezaron a circular las teorías conspiranoicas a toda máquina. Por un lado, están los defensores de un montaje teatral, según el cual Trump se habría prestado a representar una pantomima aderezada con un poco de kétchup, un muerto y dos heridos, todo para conseguir una foto icónica con la bandera de las barras y estrellas de fondo. Por otro lado, están los teóricos de un magnicidio concebido y ejecutado por la izquierda globalista, una entelequia prima hermana de la conjura judeo-masónica internacional. Inmediatamente, sin cortarse ni un pelo, Abascal publicó un tuit en el que sólo le faltaba asegurar que el rifle lo había comprado Pedro Sánchez en una armería de Kansas City.
Es complicado sostener cualquiera de ambas conjeturas, salvo si uno es tonto perdido o seguidor acérrimo de Iker Jiménez (disculpen el pleonasmo). Por un lado, Trump jamás se prestaría a una comedia que estuviera a punto de volarle la marquesina del pelo, no digamos ya media oreja; por otro lado, el francotirador era un joven de veinte años, votante republicano. Pero si alguien ha sabido aprovechar esta desdichada época plagada de desinformación, mentiras y gilipolleces varias, es precisamente Donald Trump, un buhonero capaz de venderle una piscina a un tetrapléjico. Estamos inmersos en una telecomedia a escala global donde buena parte de la población vive en una aldea medieval donde la tecnología crece en los árboles y la Tierra es plana.
Por lo demás, ya comentaba por aquí hace unos días la extraña costumbre que tienen en Estados Unidos de tirotear presidentes, un folklore nacional alentado por la tradición de acumular armas en casa como si estuviesen a punto de sufrir un contraataque apache. En una de las muchas líneas magistrales de Sin perdón, Bob el Inglés alentaba a los pasajeros del tren en el que viajaba a cambiar la república por una monarquía, ya que no había el menor problema en disparar a un presidente. Con Trump, que tiene ahora todas las papeletas para ganar las elecciones, van a estar muy cerca de tener un rey: el rey Midas, que todo lo que toca lo convierte en una puta broma.
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