El otro día me enteré de que la hora de ligoteo en el Mercadona es de siete a ocho de la tarde; que hay diversos códigos que implican choques de carritos y piñas cabeza abajo; que los jóvenes deben dirigirse al pasillo de congelados, los menos jóvenes a la pescadería y los contemporáneos, como yo, a las estanterías de vinos. Lo de la piña no lo acabo de ver, menos aun lo de los vinos, que parece más un privilegio de juventud, cuando la gente de mi edad deberíamos andar entre croquetas de ultratumba y merluzas de ojos nublados.
Una suerte que hayan explicado los códigos y rituales de ligoteo, porque acabo de descubrir que llevaba años haciendo todo mal, paseando un melón en lugar de una piña y dentro de una cesta en vez de en un carrito. Pero quién iba a pensar que yo podía llenar un carrito en el Mercadona -ni siquiera a medias- sin arruinarme, si hasta el melón lo dejaba luego aparcado en el cajón de las manzanas. Ahora me explico mis reiterados fracasos en la sección de yogures y mis fiascos al guiñar el ojo escogiendo una cuña de queso: cómo iba a ligar un carnívoro pasado de fecha como yo patrullando la sección de lácteos de nueve a once de la mañana.
En lo de ligar, también en lo de comprar, el Mercadona siempre se me ha dado muy mal, peor incluso que la discoteca, donde tampoco me comí jamás una rosca, primero porque las copas salen casi tan caras como en el Mercadona, y segundo porque los decibelios impiden cualquier conato de conversación decente. En las discotecas prima la comunicación no verbal, la danza, la exhibición corporal, y no las citas de Rilke o de Faulkner, que es el terreno donde me muevo como pez en el agua. Por ejemplo, en una librería de viajes donde trabajaba a finales del siglo pasado, no me costaba nada acercarme a una chica sola e iniciar una charla sobre literatura india. En cambio, en el Mercadona, lo más parecido a un poema que puedes encontrar son las recetas para preparar un pollo al chilindrón o un salteado de verduras.
De cualquier modo, hace mucho tiempo que el cine nos ha acostumbrado a que el supermercado sea el lugar idóneo donde chocar el carrito. Todos llevamos un carrito traqueteando por la vida y muchos van ansiosos por chocarlo, aunque se rompan todas las botellas de vino, los traumas, los recuerdos y los frascos de mayonesa que transportamos. En esta feria de carritos de choque, los supermercados ya dan bastantes pistas, empezando por la señal de que el litro de aceite lleve alarma antirrobo, igual que si fuese un whisky de malta de treinta años.
De seguir con esta novedosa campaña viral para aumentar las ventas, no sería de extrañar que en el Mercadona colocaran a las cajeras en lencería subidas a una tarima y a los reponedores haciendo estriptís en tanga. En cuanto a los clientes, la inmensa mayoría va a descubrir que el Mercadona hoy día es como la orgía de Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick, es decir, una especie de ceremonia masónica para millonarios donde están todos mirando y no folla ni el Tato.
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