Ya sea con los Borbones, con los Austrias o con los Franco Bahamonde, la historia de España siempre se escribe con retraso, con mucho retraso. Aquí nos vamos enterando de lo que pasa por casualidad, de rebote, a la chita callando. Que si la Armada Invencible al final no resultó tan invencible, que si Juana la Loca no estaba tan loca, que si el rey Juan Carlos I, el Campechano, no era tan campechano como nos contaban... Siempre me fascinó ese simpático apelativo que lo hacía aparecer en el imaginario popular como un tío enrollado, un monarca a ras del pueblo, encantado de mezclarse con el populacho, compartiendo unos chatos de vino en un bar de carretera e invitando a una ronda de croquetas.
La realidad -más bien la realeza- consistía en un soberano rodeado de aristócratas, banqueros, empresarios, generales y jeques árabes; un entusiasta de las regatas, los toros y las vacaciones a todo trapo. Por más que la prensa patria -reducida al servicio de papel higiénico- enumeraba sin cesar sus logros con el calificativo de "ejemplar", cualquier hijo de vecino sabía que Juan Carlos de ejemplar tenía poco, muy poco, menos aún que de campechano. El rey era como un doctor Jekyll y Mr. Hyde, pero publicado a medias entre el B.O.E. y la revista ¡Hola! Bajo el relato oficial, rimbombante y heroico, corrían de boca en boca una serie de rumores de lo más variopinto donde abundaban los cascos de moto, las rubias estupendas y los osos borrachos.
Lo de Mitrofán -aquel plantígrado ruso que le pusieron delante de la escopeta igual que a Franco le ponían las perdices- fue el preludio de la veda abierta cuando, desde Zarzuela, alguien -vete a saber quién- decidió que ya estaba bien de dar ejemplo y tiró de la manta para sacar un elefante blanco. Juan Carlos -la cadera hecha polvo, sostenido por unas muletas que eran más bien una alegoría- dijo que lo lamentaba y prometió que no volvería a ocurrir más, aunque la verdad es que siguió ocurriendo mucho. Desde entonces, no han parado de sucederse las exclusivas en una biografía no autorizada, plagada de borboneos que incluyen barraganas a sueldo del erario público, cuentas en paraísos fiscales, fugas al extranjero, montones de dinero negro y comisiones monárquicas.
De repente, gracias a una revista holandesa, nos hemos enterado de una noticia que conocíamos desde hace medio siglo, pero que no se podía decir en voz alta, no fuese a joderse la leyenda del rey ejemplar y campechano. El hijo de Bárbara Rey ha vendido unas fotos de su madre y Juan Carlos pegándose el lote en el domicilio de ella, unas fotos que han levantado un revuelo en pretérito perfecto, con la anciana vedette tirándose de los pelos y el emérito cabreado por tratarse de un asunto exclusivo de su vida privada. Tan privado que nos costó a los españoles alrededor de 500 o 600 millones de pesetas, una bagatela comparada con los 65 millones de euros que le pagamos a Corinna Larsen a tocateja. Sin embargo, en España ya sabemos de sobra que las fiestas del juancarlismo las financiamos entre todos. Eso sí, lo sabemos con retraso.
Los detalles de este adulterio de altos vuelos componen una nota a pie de página más en esa historia alternativa de España que el rey Juan Carlos iba escribiendo entre rubia y rubia, entre oso y oso. Para que la metáfora sea perfecta, fue Adolfo Suárez quien los presentó en la Nochevieja de 1975; fue el CNI el que alquiló un adosado de tres plantas en Aravaca para los encuentros clandestinos de los amantes; fue el jefe del CNI, Alberto Sáiz, quien, durante el gobierno de Zapatero, decidió detener los pagos del chantaje que amenazaba con publicar unos videos subidos de tono. Precisamente esta misma semana se publicaba un extenso fragmento de las memorias del rey Juan Carlos, Reconciliación, un libro que, para ser consecuente, debería imprimirse en blanco.
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