En menos de un año, el cine inglés ha dedicado dos grandes producciones a glorificar la figura de Winston Churchill, un hombre que personificó la resistencia del pueblo británico contra el dominio nazi durante la Segunda Guerra Mundial. En la primera de ellas, Churchill, se narran las dudas y reticencias del político en las horas previas al desembarco de Normandía; en la segunda, Darkest Hour, se narra su polémico nombramiento como primer ministro en uno de los instantes más decisivos del pasado siglo, cuando Gran Bretaña se quedó sola frente a la maquinaria de guerra nazi que acababa de arrasar el continente europeo y todavía no había desatado sus fuerzas contra la Unión Soviética. En realidad -en seguida lo veremos- no estaba tan sola.
Ambas películas cuentan con dos grandes actores, aunque hay que destacar que Brian Cox tiene un físico mucho más adecuado para interpretar a aquel rechoncho fumador de habanos con cara de bulldog o de bebé gigantesco. En cambio, Gary Oldman -de quien ya se rumorea que va directo hacia el Oscar teniendo en cuenta el gusto de la Academia por el látex y las imitaciones a lo Joaquín Reyes- lleva aparejada tal cantidad de prótesis en su actuación que no hay manera de reconocer quién diablos andará por ahí debajo: desde luego Oldman no, ni Churhill tampoco. Pero seguro que ese montón de plásticos y pegotes de maquillaje se corresponde con el guión, ya que pocos héroes históricos habrá más atiborrados de falsedades que Churchill.
Aun sin haber visto Darkest Hour, me juego el cuello a que la película oculta, disfraza o tergiversa varios de los aspectos más tenebrosos del personaje. Por ejemplo, su racismo acérrimo, ejemplificado en este texto de 1937: "No reconozco que se haya cometido una gran injusticia contra los indios de América o los aborígenes australianos. Niego que se haya cometido una injusticia contra estos pueblos sólo porque una raza más fuerte, una raza superior (...) haya llegado y tomado lo que le pertenece". Es una cita que podrían haber firmado Hitler o Goebbels sin el menor problema. Por ejemplo, el medio millón de libras con que sobornó a varios generales españoles para evitar que Franco entrara en la contienda del lado del Eje. Por ejemplo, el hecho de que en las tres célebres transmisiones radiofónicas de la BBC, Churchill en realidad fue doblado por el actor Norman Shelley, el mismo que ponía la voz a Winnie-the-Pooh en un programa infantil de la BBC.
La historia universal se amasa con patrañas, con exageraciones y con omisiones, pero son los vencedores quienes deciden la versión oficial. Así, aunque es cierto que Gran Bretaña se alzó en esos meses sombríos de 1940 como el baluarte contra el nazismo, no es verdad que fuese el único baluarte: el ejército griego seguía resistiéndose a la ocupación y en octubre de ese mismo año derrotó a las fuerzas de Mussolini. Tampoco fueron los alemanes los primeros en bombardear una población civil indefensa: fue la RAF en una inútil incursión aérea sobre los suburbios de Berlín. Por otra parte, el primer discurso de un líder político a la población británica (donde se menciona el famoso lema "lucharemos en el aire y en el mar, lucharemos en las playas") fue pronunciado a través de la televisión por un personaje vapuleado y humillado por los historiadores, el anterior primer ministro Neville Chamberlain.
Mucho más catastrófica que su decisión de desencadenar la carnicería de Gallipoli o que su empeño por invadir la península italiana (un error estratégico que alargó la guerra más de un año), fue la confiscación de arroz y alimentos a la población bengalí para pertrechar a las tropas británicas tras la derrota de Singapur. La hambruna posterior, que provocó la muerte de más de tres millones de indios, apenas se menciona en los libros, mientras que una política similar llevada a cabo por la Unión Soviética en Ucrania en 1932 con resultados igualmente atroces se considera un genocidio. Es lógico que no se mencione, ya que el grueso de la historiografía oficial, rendida al culto de Churchill, temblaría ante la posibilidad de establecer una comparación con Stalin. Cuando Wavell le advirtió de la magnitud del desastre, pidiendo comida para la población india, Churhill respondió con un escueto telegrama donde, con su humor caracterísitco, preguntaba cómo es que Gandhi no se había muerto de hambre todavía.
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