La onda expansiva del Metoo, el movimiento de reivindicación feminista propulsado a raíz del caso Weinstein, ha alcanzado esta semana tres focos informativos. El primero, la condena contra el propio Harvey Weinstein por abuso sexual en primer grado y violación en tercer grado, únicamente dos entre las más de ochenta mujeres que decidieron denunciar al todopoderoso amo de Miramax, lo que demuestra lo asombrosamente difícil que resulta llevar adelante un proceso penal de estas características. En última instancia, si no las acusaban de haber aprovechado los encuentros con el productor para lanzar sus carreras, insinuaban que bien podían haber denunciado las agresiones cuando se produjeron.
Más o menos son los mismos argumentos que alfombraron la línea de defensa en torno a Plácido Domingo, el tenor español acusado de abusos reiterados y que finalmente ha terminado por admitir tácitamente la veracidad de las acusaciones. La tercera noticia relacionada con el Metoo, aunque no de modo directo, ha sido la sorprendente declaración de la cantante Duffy, quien acaba de revelar que se retiró de los escenarios y de la vida pública tras un sórdido episodio criminal en la que fue secuestrada, drogada y violada durante varios días. No parece una casualidad que, después de mantenerlo en secreto durante más de una década, haya decidido hacer público su martirio en un momento en que la violencia machista ha salido por fin a la luz de las cloacas donde permanecía escondida.
Hay una historia, probablemente la más terrible que conozco, que quizá arroje algo de luz sobre el muro de silencio con que tuvieron que tapiar su vida esas mujeres. En 1991 una rubia escultural, la lanzadora de martillo francesa Catherine Moyon de Baecque, denunció que ella y una amiga fueron víctimas de una violación brutal por parte de cuatro compañeros, también miembros de la selección francesa de atletismo. Había decidido hablar porque el recuerdo la quemaba por dentro ("para no morir" fueron sus palabras), pero apenas pudo dar detalles antes de echarse a llorar ante las cámaras. También dijo que le contó a su entrenador lo sucedido y que él le había quitado importancia: "Eres joven, pequeña, olvidarás".
Moyon fue una de las primeras mujeres en revelar el tenebroso mundo de los abusos sexuales en el deporte profesional, el interminable rosario de atletas y gimnastas violadas por colegas, promotores o entrenadores. Después del terremoto de su declaración pública, Moyon fue hasta el final, a pesar de que llegó a recibir amenazas de muerte, y llevó a sus cuatro compañeros de equipo ante la justicia francesa, la cual dictó en 1993 una pena de tres años de prisión para cada uno de ellos, sentencia que cumplieron en libertad condicional y tras la que retomaron su carrera sin mayores problemas. Sin embargo, fue ella la que no pudo continuar entrenando y tuvo que dejar la competición de alto nivel, aunque no se rindió, terminó denunciando al Ministerio de Deporte y escribió un libro, La medaille et son revers, donde relataba su calvario. Gracias a Moyon y a otras heroínas como ella, el muro de silencio, la tétrica omertá con que se encubre la violencia machista, empieza a resquebrajarse.
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