Muchos españoles no sabrían situar Murcia en un mapa, pero parece claro, por los últimos movimientos tectónicos, que limita al sur con Tenerife y al norte con Madrid. Cuando Juan Benet inventó Región (su versión particular del condado de Yoknapatawpha de Faulkner, que también dio a luz el Macondo de García Márquez y la Santa María de Onetti), quizá se equivocara al situar esa magna fantápolis en el norte de León, hacia los Ancares, cuando Murcia no sólo le hubiera dado mucho más juego sino que Región, lo que se dice Región, sólo nos va quedando la de Murcia. Es la Comunidad Autónoma donde mejor se explica el problema del centro derecha en España, un embrollo político que rememora la antigua teología medieval: "Dios es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna".
El PP y Ciudadanos han estado muy ocupados durante buena parte de la última década en rebañar los votos de esa entelequia denominada centro derecha, que no se sabe muy dónde está, quizá a la izquierda de Murcia. O de Madrid. Al contrario que el PP, que se fundó en Atapuerca y ha ido evolucionando a lo largo de milenios encarnado en diversos estandartes, Ciudadanos nació en 2006, en Barcelona, como una alternativa centrípeta al movimiento secesionista catalán. Lo hizo literalmente en pelotas, amparado en un cartel donde su jefe de filas, Albert Rivera, aparecía desnudo salvo por un cartel que le tapaba las vergüenzas o al menos parte de ellas. Esa vocación adánica, reforzada por un impulso regenerador, dio alas a la esperanza de que por fin en España era posible una derecha liberal, moderada y europea, una derecha capaz de sacudirse los reflejos autoritarios del aznarismo, la caspa franquista y el yugo de la iglesia.
Sin embargo, la ilusión duró poco: casi desde el comienzo sonaron las alarmas de que Ciudadanos era, en realidad, un submarino del PP, una especie de partido escoba con el que recoger a esa bolsa de votantes descontentos con la corrupción endémica y el afán privatizador de los populares. Tras diversos sinsabores y pactos con el diablo, el espejismo terminó de disiparse el 10 de febrero de 2019, fecha de la histórica foto de Colón en la que el triunvirato formado por Casado, Rivera y Abascal demostró que la derecha era una masa indiferenciada unida por el amor a Dios, a la patria y a la banca. ¿Para qué votar a una fotocopia pudiendo votar al original? Albert Rivera se disolvió entre la derechita y la ultraderechita como un sucedáneo de camisa vieja. Podía haberse labrado un hueco escorándose un poco a la izquierda, pero prefirió volcarse a la derecha, un hábitat sobrecargado y en constante expansión. Rivera se había esforzado mucho en desmentir que nunca había tenido el carné del PP, que sólo acudió tiempo atrás a una sede a pedir información, pero ahí estaba, entre el alevín y el rebotado, demostrando una vez más que todo lo que sale del PP vuelve al PP.
Ciudadanos ha resultado un partido tránsfuga desde su concepción, primero, porque nunca ha sabido encontrar su zona de confort electoral, y segundo, por la propia deriva ideológica de sus próceres huyendo como salmones corriente arriba, hacia el franquismo original. Con antecedentes prófugos de la talla de Girauta o Cantó, era lógico que la moción de censura en Murcia pasara de la voladura controlada a la explosión, dejando el partido hecho pedazos y a la lideresa hereditaria, Inés Arrimadas, a punto para otra foto de cartel similar a la de Rivera desnudo, sólo que esta vez en bragas y mascarilla. Quizá en España hubiera electorado y espacio de sobra para un partido de derechas liberal y civilizado, pero Ciudadanos nunca acabó de creerse esa película ni de confiar en sí mismo: empezó por servir de muleta y balón de oxígeno para el PP, siguió por hacer de mayordomo y terminó por hacer el ridículo.
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