Punto de Fisión

Kabul y el amigo americano

Imagen de la película 'Bienvenido Mister Marshall'.
Imagen de la película 'Bienvenido Mister Marshall'.

Cuando concluyó Bienvenido, Mister Marshall, con la comitiva pasando de largo a toda hostia y los lugareños agitando banderitas, Berlanga puso un final feliz sin proponérselo, porque hoy sabemos que si los estadounidenses se quedan a ayudar a un pueblo, lo más probable es que no quede vivo ni el perro. Allí donde van a echar una mano los chicos de las barras y estrellas, ya sea a luchar contra el comunismo o a implantar por cojones la democracia, sólo acaban prosperando los asesinos, los negociantes de armas, los traficantes de droga y los propietarios de cementerios. Eso sí, ellos siempre sacan tajada, porque lo de América para los americanos es una metonimia de mierda con más de un siglo de antigüedad que hace tiempo se les quedó pequeña.

A los vietnamitas los auxiliaron a base de napalm y lo único bueno que salió de Vietnam, aparte de unos cuantos libros y unas cuantas películas, fue un movimiento de concienciación civil, jaleado por protestas y manifestaciones multitudinarias, que hoy día, tras casi medio siglo de neoliberalismo a ultranza, brilla por su ausencia. Salvo unos pocos intelectuales a los que no hace caso nadie, en Estados Unidos ha desaparecido por completo la sensación de responsabilidad después de arrasar un país, joderlo vivo y provocar la muerte de millones de personas. Fueron a arreglar Irak, fueron a arreglar Somalia, fueron a arreglar Libia y lo único que consiguieron, además de llenarse los bolsillos, fue devolver estos países directamente a la Edad Media. Es verdad que Sadam y Gadafi eran dictadores repugnantes y matones sanguinarios, pero gracias a la intervención estadounidense en Irak desayunan un atentado diario por lo menos mientras en Libia se han puesto de moda otra vez las subastas de esclavos.

Están comparando el desalojo de la embajada de Kabul con la retirada de Saigón, sin caer en la cuenta de que, entre las muchas diferencias, allí se quedó Christopher Walken enfangado en un justo sentimiento de culpa y jugando a la ruleta rusa hasta que le falla la suerte. Una de las pocas películas que muestra Afganistán antes de la invasión soviética es Orgullo de estirpe, de John Frankenheimer, una película que en su día era casi un documental y que hoy parece cine fantástico. Entre Rambo III -donde Stallone iba a entrenar a Bin Laden y a sus amiguetes- y La guerra de Charlie Wilson -que muestra el absurdo de gastar dinero exclusivamente en misiles en vez de invertir también en hospitales, carreteras y colegios- se muestra a la perfección el despropósito del intervencionismo militar estadounidense, que culmina un buen día con dos aviones empotrados en las Torres Gemelas y unos cuantos empresarios y vendedores de armas frotándose las manos ante el negocio que les sirven en bandeja: machacar un país hasta los cimientos.

Da igual el inquilino que en ese momento ocupe la Casa Blanca, ya sea el idiota de Bush o el memo de Clinton, el carnicero de Bush Jr. o el meapilas de Obama, el payaso de Trump o el zombi de Baden: la vida humana les importa un pimiento y únicamente cuenta la posibilidad de hacer negocio. Han abandonado a los afganos a su suerte, como lo hicieron en su día con vietnamitas, libios e iraquíes, después de forrarse los bolsillos y apadrinar gobiernos títeres repletos de corruptos y criminales. Todo en nombre de la libertad y la democracia, dos grandes palabras, tan grandes que por dentro rebosan toneladas de sangre. Como dijo Serrat en una de sus canciones, es una peculiar manera de entender la libertad esto de irse a cagar a casa de otra gente. "¿Libertad para qué?" se preguntaba Lenin. Evidentemente para esto, Mister Marshall.

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