Punto de Fisión

La naranja en libertad

La naranja en libertad
Fotograma extraído de la película 'La naranja mecánica'

No es, ni de lejos, mi película favorita de Stanley Kubrick, durante mucho tiempo la consideré trasnochada y pasada de fecha, pero, más allá de sus evidentes virtudes y defectos, guardo un cariño muy especial hacia La naranja mecánica por un solo motivo: gracias a ella el nombre de Anthony Burgess, uno de mis escritores tutelares, empezó a circular por el mundo y se tradujeron muchos de sus libros al castellano -aunque, por desgracia, aún quedan un montón de inéditos y la mayoría de los que no, permanecen descatalogados. Es curioso que se diga que Kubrick era un cineasta fundamentalmente visual y apenas interesado en las historias que ponía en pie cuando pocos directores, por no decir ninguno, han trabajado codo a codo con una pléyade semejante de genios literarios: Jim Thompson en Atraco perfecto y Senderos de gloria, Dalton Trumbo en Espartaco, Vladimir Nabokov en Lolita, Terry Southern en Teléfono rojo, Arthur C. Clarke en 2001: una odisea del espacio, Diane Johnson en El resplandor, Michael Herr en La chaqueta metálica y Frederic Raphael en Eyes Wide Shut.

Sin embargo, el principal error de Kubrick en La naranja mecánica fue no contar con el autor en la elaboración del guión, como sí hizo con Nabokov y su Lolita. De hecho, Burgess llegó a elaborar un guión pensando en una adaptación con Mick Jagger -que estaba loco por interpretar a Alex- pero el crítico Adrian Turner comentó que aquel guión era ilegible y casi tan largo como el libro. Probablemente, Kubrick y Burgess mano a mano no se hubiesen entendido, pero el escritor le habría advertido al cineasta de un fallo esencial: estaba adaptando la versión americana de La naranja mecánica donde el editor, por su cuenta y riesgo, había suprimido el último capítulo.

Burgess había aceptado la amputación en 1962 por motivos monetarios, ya que era la única oferta que le habían hecho por el libro desde el otro lado del Atlántico, y Kubrick había pagado tanto por los derechos (en poder de Si Litvinoff) que tuvo que ahorrar en todos los demás apartados, incluido el guionista. Burgess, que en su autobiografía siempre anda preocupado por la pasta, apenas había cobrado unos cientos de dólares en su día y acabó despotricando del resultado final, pero le estaba tan agradecido a Kubrick por la publicidad que le dedicó su siguiente novela, Napoleon Symphony, con la esperanza de que la llevara también al cine. Algo que no sucedió, por desgracia.

Lo que sí sucedió, por desgracia, fue que la película, tras su estreno, provocó un terremoto a una escala nunca vista. Con su paliza brutal a un vagabundo, su violación en masa y su asesinato demencial con la escultura de un falo gigantesco a guisa de arma homicida (más las escenas de brutalidad policial y el torbellino de venganza invertido en el que la violencia se vuelve contra Alex como un bumerán), de repente La naranja mecánica se colocó en el vértice de una polémica mundial en la que cualquier acto vandálico -una pelea, una violación, un crimen- era atribuido a la influencia maligna del celuloide. Aunque las interpretaciones, los decorados, los insertos, incluso la música, sugieren un tono voluntariamente irónico y grotesco -y aunque la ferocidad de las secuencias de acción era mucho menos explícita que la de otras cintas contemporáneas- todo el odio y el furor puritano fueron a parar a las andanzas del pobre Alex. Hasta el punto de que Kubrick, harto de recibir amenazas y anónimos, retiró la película de la circulación en Gran Bretaña.

Hoy, medio siglo después de su estreno, en mitad de una ola de puritanismo de otro orden pero igualmente ciego y despiadado en su ansia de censura, La naranja mecánica continúa exactamente en el centro de una discusión inútil, puesto que el arte, desde La Ilíada, desde La Biblia, es el reflejo del mundo, no su génesis. Hay un arte que se interroga sobre la violencia y la destrucción, hay novelas, pinturas, sinfonías y películas bélicas porque desgraciadamente existen la guerra, la violación y la destrucción, porque la cultura humana va eternamente ligada a la barbarie.

La naranja mecánica, la novela de Burgess, tiene su punto de partida en un hecho real escalofriante: en 1944, mientras él estaba destinado en Gibraltar, su primera esposa, Lynne, fue asaltada, golpeada y violada por cuatro desertores del ejército estadounidense en un callejón de Londres. El ataque no sólo le provocó un aborto sino que afectó a su salud, desembocando en su posterior adicción al alcohol y su temprana muerte. Durante años, Burgess intentó escribir la historia, pero fue incapaz de sacarla adelante hasta que, como siempre que ponía a funcionar los motores, comprendió que tenía que hacerlo de un modo inconcebible: desde la perspectiva del agresor en lugar de la de la víctima.

El capítulo final, el que no quiso publicar el editor estadounidense, el que no filmó Kubrick, muestra a un Alex transformado, un Alex adulto que desea ser padre y que ha abandonado la violencia como un juguete estúpido. En realidad, el bajo continuo que suena de fondo en la novela es teológico, ahonda en el problema del libre albedrío (un tema que Burgess trató con mucha más hondura en una monumental obra maestra, Poderes terrenales), la idea abismal de que el mal existe porque el hombre tiene la soberana capacidad de la elección moral, la libertad de elegir entre el bien y el mal. Desposeído de su instinto satánico, extirpada su rabia mediante un brutal tratamiento de choque, un hombre ya sólo es un simple maniquí sin voluntad, una naranja mecánica. Por eso, como señala Burgess en un prólogo escrito en 1986, la película falla en el momento de la metamorfosis, de la mayoría de edad de Alex, para quedar reducida a una fábula.

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