Del consejo editorial

Academia e investigación

MIGUEL ÁNGEL QUINTANILLA FISAC

La teoría de la superconductividad fue uno de los logros más importantes de la física de la segunda mitad del siglo XX (1957) y uno de los que más consecuencias tecnológicas e industriales pueden tener. Pero no fue resultado de un programa de I+D previamente diseñado para conseguir objetivos de interés práctico, sino de una investigación libre, de carácter académico, movida por la curiosidad intelectual.
Como dice uno de sus descubridores (Leon N. Cooper, premio Nobel en 1972), si el Ejército norteamericano no hubiera tenido el buen juicio de financiar su investigación académica de carácter fundamental, nunca se hubieran conseguido los resultados tecnológicos que de aquel descubrimiento se han derivado (electroimanes de los aceleradores de partículas y de los aparatos de resonancia magnética de los hospitales, cables superconductores para transporte de energía, etc).
Lo mismo ha ocurrido con casi todos los grandes avances tecnológicos de nuestra época. El propio Cooper se pregunta en un bonito artículo (Nature Physics, diciembre de 2007) qué hubiera pasado si hace 100 años alguien se hubiera propuesto desarrollar una tecnología capaz de reproducir con total fidelidad el sonido de un concierto en el salón de casa. Ninguna de las tecnologías actuales de reproducción del sonido se habría conseguido de esa forma, porque se basan en descubrimientos de la física que nada tuvieron que ver, en su origen, con tales aplicaciones.

Para desgracia de planificadores y economistas, la innovación tecnológica, que es la fuente más importante de desarrollo económico, se nutre de conocimiento científico fundamental. Pero la ciencia básica solo es una condición necesaria, no suficiente, y además es una variable incontrolable: sólo podemos apostar por ella, pero no podemos prever los resultados de la apuesta.
Está bien que los gobiernos, conscientes de esta situación, actúen en un doble plano: garantizando un nivel suficiente de inversión en investigación básica y en la formación de científicos, e incentivando y ayudando, por otra parte, a las empresas para que inviertan en investigación aplicada y desarrollo experimental.
En España, esta política ha tenido un éxito notable en la primera parte, consiguiendo un sistema científico todavía con carencias, pero ya maduro. Nuestro país, por ejemplo, produce aproximadamente el 2,5% de la riqueza total del mundo, mientras su contribución a la producción científica de circulación internacional es ya casi del 3%. De toda esta producción científica, cerca del 70% se realiza en nuestras universidades y del resto casi todo en el CSIC, los hospitales y otros organismos públicos. Sin embargo, en la segunda parte de las políticas científicas no nos va tan bien.
El esfuerzo empresarial en I+D, aunque ha mejorado ligeramente en 2007, sigue siendo escaso, como también es escaso el rendimiento de nuestro sistema en patentes, balanza tecnológica o sectores productivos intensivos en tecnologías avanzadas.
Así que seguimos teniendo un reto importante por delante: conseguir que nuestras empresas inviertan más en investigación y desarrollo. Pero esto no debe hacernos olvidar que la excelencia de la investigación académica sigue siendo, y siempre lo será, una condición previa. No sería buena opción desnudar a un santo (la ciencia académica) para vestir a otro (la investigación industrial).

Miguel Ángel Quintanilla Fisac es Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia

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