Del consejo editorial

Evaluación: déficit democrático

JORGE CALERO

El sector público ha extendido considerablemente su actuación desde la llegada de la democracia. En términos de gasto público, esto ha supuesto que en la actualidad el 38,6% del PIB sea asignado públicamente (en 1975, la proporción era del 25%). ¿Qué efecto tiene ese gasto? ¿Se cumplen realmente los objetivos que se pretenden alcanzar? En buena medida, la respuesta a estas preguntas, hoy, debe ser que no lo sabemos.
La evaluación es el instrumento que permitiría conocer si el dinero público se gasta bien. En los mercados, los ciudadanos gastan su dinero privado y tienen, normalmente, una fácil reacción si creen que no está bien gastado: gastarlo en otro sitio.

La propia demanda evalúa constantemente lo que recibe. La respuesta de la "salida", del cambio de proveedor, no es posible para un ciudadano que ve cómo se gasta, en el sector público, el dinero de sus impuestos. Es preciso, por tanto, algún tipo de información que recoja y elabore cada administración pública y que permita que los recursos acaben dedicándose en la cuantía y el modo adecuado para cubrir los objetivos.

Incluso más: es necesario que esta información alcance, de forma comprensible, a los propios ciudadanos. Porque, a falta de "salida", los ciudadanos pueden trasladar sus decisiones a través de los procesos electorales. Desde luego, de forma menos inmediata que en un mercado, pero sus opiniones sobre si su dinero se gasta bien deberían llegar a tener algún efecto.

La evaluación, por consiguiente, es imprescindible. ¿Cómo estamos en este aspecto en España? En mi opinión, la situación es manifiestamente mejorable. Existen diversas iniciativas en diferentes niveles de la Administración pública. Sin embargo, me atrevería a decir que la falta de evaluación constituye todavía un importante déficit democrático en España. En comparación con otros países, donde el avance en los últimos años ha sido muy intenso, nuestra situación deja mucho que desear. La evaluación seria, sistemática e independiente de los programas de gasto público constituye más la excepción que la norma. En algunos ámbitos sí que parece haberse abierto algún paso la retórica de la evaluación, pero casi siempre sólo la retórica y no la práctica. También son frecuentes los casos en los que, tras una evaluación, los resultados quedan relegados al olvido; se transmite, así, un mensaje desalentador acerca de la utilidad de las evaluaciones.

El principal obstáculo a la evaluación sigue siendo una tradición patrimonial y defensiva de los responsables de las políticas de gasto, que a menudo tienden a actuar como si los recursos fueran suyos y sintieran una amenaza exterior.
En una crisis como la actual se hace todavía más acuciante la necesidad de que el sector público rinda cuentas de sus actuaciones. Y la rendición de cuentas ya no puede ser, como antaño, un mero control contable que evite la corrupción. En ella debe intervenir la evaluación, un medio moderno y dinámico de garantizar que cada euro contribuye a alcanzar eficazmente su objetivo.

Jorge Calero es Catedrático de Economía Aplicada

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