Del consejo editorial

Después de El Cairo

CARLOS TAIBO

Tiempo es de que se vayan despejando las numerosas incógnitas que han rodeado al acceso de Barack Obama a la Casa Blanca. Algunas de ellas penden, como es sabido, de la actitud que el presidente norteamericano está llamado a asumir en relación con los varios conflictos que jalonan el Oriente Próximo.

Aunque el discurso pronunciado por Obama en El Cairo no incluyó ningún compromiso estrictamente nuevo –con los enunciados ya habían coqueteado en el pasado Bush padre, Clinton y, llegado el caso, el propio Bush hijo–, obligado parece certificar que el máximo mandatario estadounidense abrazó un lenguaje distinto del de su antecesor. Si, por un lado –y ciñamos nuestra valoración a estos dos hechos–, demostró que es capaz de hablar del mundo árabe y musulmán sin colocar de por medio la palabra terrorismo, por el otro se permitió abrir sibilinamente la puerta a un eventual diálogo con Hamás.

Lo que nos queda por saber es, sin embargo, lo realmente importante: si Obama, más allá de las palabras, es capaz de modificar material y sensiblemente las políticas. Hablando en plata: si entre sus proyectos se encuentra el de amenazar –y llevar a la práctica, de ser preciso, la amenaza a Israel– con cortar las ayudas económicas y militares que permiten en buena medida su subsistencia como Estado y el de asumir en Naciones Unidas una posición distinta de la que han hecho suya los sucesivos gobernantes norteamericanos, empeñados en liberar a Tel Aviv de las condenas internacionales y condescendientes ante lacerantes incumplimientos de las resoluciones del Consejo de Seguridad.

A título provisional, lo único que sabemos a ciencia cierta es que los hechos más recientes no facilitan los planes que Obama tenía en mente. El principal de esos hechos es, claro, la trifulca generada al calor de las elecciones presidenciales iraníes, que ha venido a obstaculizar seriamente el despliegue del que se antojaba el plan maestro del presidente estadounidense: desactivar las tensiones con la república islámica para, luego, ofrecer una salida al eterno conflicto de Palestina sobre la base del principio de dos estados. Lo ocurrido en Irán en las últimas semanas le ha dado alas, antes bien, a los halcones israelíes, partidarios de seguir un camino con las etapas invertidas: a los ojos de aquellos se trataría de cerrar primero, por la vía más expeditiva posible, el contencioso iraní, para después trampear lo indecible –y a fe que son expertos en ello– en lo que se refiere al reconocimiento de un Estado palestino que merezca tal nombre.

Así las cosas, Obama tiene por delante dos escollos que superar. Si el primero estriba en mantener su hoja de ruta y no sucumbir a la de Netanyahu y compañía, el segundo consiste en demostrar que, a diferencia de sus antecesores en la Casa Blanca, está dispuesto a poner firmes a los gobernantes israelíes del momento. A buen seguro que, entre bastidores, el presidente norteamericano ya ha tomado nota, de cualquier modo, de lo que piensa el grueso del establishment político de su país: que, en su condición de mamporrero en la región más caliente del planeta, Israel realiza servicios inestimables que merecen ser generosamente recompensados.

Profesor de Ciencia Política

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