Del consejo editorial

Manipulación y preconceptos

Carlos Taibo

Todos los veranos nos vemos acosados por algún conflicto de cariz nacional que se revela en el interior de China. Y todos los veranos nos vemos mareados por las opiniones que al respecto vierten muchos analistas que poco más blanden que sus anteojos ideológicos. El contencioso que en las últimas semanas ha opuesto –parece– en el Xinjiang a uigures y han nos viene como anillo al dedo para escarbar en algunas de las prácticas insanas que se manifiestan, en nuestros medios de comunicación, a la hora de sopesar esos conflictos.

Si así se quiere, y en ausencia de ningún conocimiento, ni preciso ni impreciso, en lo que hace a la disputa en cuestión, nuestros expertos acaban por tomar posición conforme a tres grandes ejes. El primero lo configuran los preconceptos que manejan en lo que se refiere a la cuestión nacional. Aunque lo común es que se defiendan a rajatabla las posiciones de los estados, retratados entonces como sólidos baluartes del Derecho, no faltan quienes, claro, asumen el camino contrario y gustan de apreciar realidades siempre venturosas en aquellos movimientos que cuestionan la integridad de los estados realmente existentes.

Un segundo eje de definiciones lo determina la condición, muy singular, de la República Popular China. De nuevo se hacen valer divisiones radicales. Mientras para unos todo vale frente a Pekín, percibido como un competidor peligroso al que conviene poner freno, para otros, en cambio, hay que rechazar abruptamente cualquier crítica de lo que hacen los gobernantes chinos, visceralmente descalificada por lo que tendría de punta de lanza de los intereses del capitalismo internacional. Esta fractura tiene una manifestación en su caso diferente cuando separa a quienes ven en China un modelo de socialismo razonablemente impoluto y a quienes aprecian en ella, antes bien, la manifestación más rotunda de las miserias de la globalización capitalista.

Identifiquemos, en suma, un tercer y último eje, sin descartar en modo alguno que otros puedan presentarse. Sabido es que los uigures son mayoritariamente musulmanes, y que ello abre, por fuerza, un nuevo frente de combate. Fácil es imaginar cuáles son, aquí, las preferencias. De un lado se encuentran quienes aprecian por todas partes, también en el Xinjiang, el ascendiente del rigorismo islamista y rápidamente lo vinculan con lo que ha dado en llamarse terrorismo internacional. Del otro se hallan quienes, por el contrario, estiman que por doquier se barrunta una cruda represión encaminada a poner freno a un auge islamista ahora identificado con saludables movimientos de resistencia y emancipación.

No es difícil intuir a dónde queremos llegar. Si sobran las razones para concluir que la información que nos llega sobre un conflicto como el de Xinjiang está claramente mediatizada por los intereses de las partes directa o indirectamente implicadas –los movimientos locales, las autoridades chinas, las potencias occidentales–, no parece que la carga de prejuicios que nuestros analistas acarrean permita otra cosa que acrecentar nuestros conocimientos sobre lo que esos analistas son, y no sobre lo que ocurre en las calles de Urumqi. Bueno será que, en esas condiciones, nadie diga que no está sobre aviso.

Profesor de Ciencia Política

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