Del consejo editorial

La intromisión de la Iglesia

Óscar Celador Angón

Dos de las enseñanzas que las revoluciones ilustradas han legado a la historia del constitucionalismo moderno es que los valores del Estado democrático son, per se, incompatibles con el totalitarismo religioso, y que la democracia exige como una condición indispensable para su pleno y completo desarrollo que los estados y las iglesias permanezcan separados y sean autónomos en sus respectivos ámbitos. Esta regla básica se quiebra cuando las iglesias intentan asumir competencias que corresponden en exclusiva al poder civil, como hizo la Conferencia Episcopal al pedir a los parlamentarios católicos que voten en contra del Anteproyecto de la Ley del Aborto, porque este contradice sus principios religiosos.

La Iglesia católica no ha aprendido de sus errores del pasado, como cuando el papado, de la mano de Pío IX primero y de León XIII después, negó la legitimidad democrática de la República francesa por rechazar ésta el modelo confesional católico. Entonces, al igual que ahora, la Iglesia pidió a sus fieles que no votasen a los partidos políticos que no comulgasen con sus principios. La República respondió al clericalismo aprobando la Ley de Separación de 1905, es decir, no trató a la Iglesia católica como una institución religiosa, sino como una enemiga del Estado.

En los estados democráticos los individuos deciden de forma libre y voluntaria quienes son sus gobernantes, en función de que sus intereses personales coincidan en mayor o menor medida con los programas de los partidos políticos. La soberanía nacional reside en el pueblo, del que emanan todos los poderes del Estado, y esta se expresa mediante el sufragio universal. Los representantes elegidos por el pueblo tienen la obligación de expresar la voluntad de este; de ahí que sólo pueda calificarse como desafortunada la intención de la Conferencia Episcopal de violentar el debate democrático.

En el caso de que triunfasen las tesis de la Iglesia católica, se lesionaría de forma flagrante la naturaleza del Estado democrático, pues los parlamentarios no son elegidos por tener unas u otras creencias o convicciones personales, sino por su compromiso con un programa político, de cuya ejecución deben rendir cuentas ante su electorado. La misma lógica constitucional que impide al Estado decirle a la Iglesia quién o cómo debe gobernarse, o juzgar la coherencia y la racionalidad del derecho canónico o de sus dogmas de fe, es la que impide a la Iglesia invadir las competencias del Estado. Una cosa es opinar y otra muy distinta intentar legislar falseando el debate democrático. Si la Iglesia quiere participar en las decisiones que le corresponden al poder legislativo, debería presentar un programa y concurrir a las próximas elecciones.

El Estado no pretende ordenar sobre moral o religión, sino regular jurídicamente una realidad social a través de los mecanismos que ha previsto el Estado democrático de Derecho. La Iglesia católica parece no haberse dado cuenta de que la sociedad de siglo XXI no puede solucionar sus conflictos con métodos propios de la Biblia, ¿o es que acaso la Iglesia no conoce otros?

Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado y de Libertades Públicas

Más Noticias