Del consejo editorial

Berlusconi como precursor

Carlos Taibo

La imagen más común entre nosotros sugiere que el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, es un personaje estrambótico que poco más representaría que la condición, ella misma excepcional, de la Italia de hoy. Conforme a esta lectura de los hechos, no habría motivo alguno para concluir que lo que Berlusconi es y significa bien puede convertirse en un indicador sólido de por dónde soplan los vientos en el mundo occidental de estas horas.

No es este el momento ni el lugar para glosar lo que ha ocurrido en la Italia de los últimos decenios. Contentémonos con recordar, sumariamente, que los principales partidos que existían en el país 20 años atrás han desaparecido en un escenario en el que el sector público de la economía ha experimentado un franco deterioro mientras las prácticas ilegales, o alegales, se extendían. Hay quienes han creído ver, por otra parte, una extensión al norte italiano de un sinfín de prácticas, bien conocidas, que eran habituales en el sur. Para cerrar el panorama, en fin, muchos hombres de negocios han experimentado audaces promociones en el ámbito de la política, de la mano de una cada vez más evidente supeditación de los poderes públicos a los intereses privados.

Salta a la vista que Berlusconi es la punta del iceberg que ahora nos ocupa. Y lo es con algún agregado más que no conviene dejar en el olvido. Si, por un lado, nuestro hombre dispone de un imperio mediático en modo alguno despreciable, por el otro no ha dudado en buscar a menudo el apoyo de la derecha más obscenamente xenófoba. Para que nada falte, en fin, el hoy primer ministro ha asumido un curioso juego moral que le permite desplegar de forma simultánea una cerril oposición a la eutanasia –sobre la base de presuntas convicciones morales y religiosas–, mientras ha dado rienda suelta a una conducta sexual que, sorprendentemente, no provoca que la jerarquía eclesiástica italiana se rasgue las vestiduras. Pero volvamos al principio y subrayemos que sobran las razones para concluir que Berlusconi no es, pese a las apariencias, una rareza, sino, antes bien, el camino que muchos de los poderes económicos tradicionales han decidido asumir en Italia como en tantos otros lugares. Si el lector quiere que se le entregue algún dato que obligue a fortalecer esa conclusión, ahí está –y olvidemos un momento a los políticos– el de la conducta electoral de muchos de nuestros conciudadanos, firmemente decididos, por lo que parece, a respaldar electoralmente a figuras que en mucho recuerdan al primer ministro italiano.

Para explicarlo no hay que ir muy lejos. Esos ciudadanos de los que hablamos estiman, por lo pronto, que todos los dirigentes políticos son iguales en lo que hace a la corrupción, algo que, por lógica, invita a no modificar apoyos electorales de largo aliento. Más allá de ello, esos mismos ciudadanos consideran, con buen criterio, que en la conducta de gentes como Berlusconi hay un muy saludable estímulo para la delincuencia individual del que, mal que bien, es obligado sacar partido. Prestémosle, pues, atención a lo que se cuece en Italia, porque guarda mayor relación de lo que parece con lo que, aquí mismo, tenemos entre manos.

Profesor de Ciencia Política

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