Del consejo editorial

Sobre fundamentalismos

 ÓSCAR CELADOR

La propuesta que en 2004 realizó el presidente Rodríguez Zapatero con ocasión de la 59ª Asamblea General de la ONU para crear una Alianza de Civilizaciones, y a la que en su día se adhirieron numerosos países como Estados Unidos, no fue novedosa. Baste señalar que ya en 1998 Muhammad Jatami, en aquel momento presidente de Irán, propuso a la ONU desarrollar un Diálogo entre Civilizaciones. Este tipo de iniciativas pretenden generar coaliciones entre Occidente y los países musulmanes para combatir el terrorismo y propiciar el diálogo intercultural.
En este contexto deben interpretarse las recientes declaraciones de Zapatero a la cadena CNN, en las que defendió la necesidad de crear una "gran alianza" con el islamismo moderado para derrotar a los radicales violentos. La intervención de Zapatero plantea numerosos interrogantes: ¿cuál es la frontera entre el islamismo moderado y el radical?, ¿quiénes son los radicales? ¿Sólo los terroristas?, ¿o también los que promueven, cooperan y financian al terrorismo? y, mucho más importante, ¿de qué estamos hablando? ¿De países, culturas o grupos?

La respuesta a los interrogantes planteados es muy compleja, y mucho me temo que se realizará en clave política, de forma que los países islámicos ricos sean clasificados como moderados y el resto atendiendo a los intereses estratégicos que tengan los promotores de la iniciativa. Un ejemplo de este doble rasero lo encontramos en el estatus internacional del que disfrutan algunos países del Golfo Pérsico, y en especial Arabia Saudí o los Emiratos Árabes, pues, por una parte, se trata de países con sistemas de gobierno feudales, carentes de sistemas electorales, y donde los derechos y libertades fundamentales –y en especial los de la mujeres– brillan por su ausencia; pero por la otra, y pese a que varios de los terroristas implicados en el 11-S eran saudíes, y a que se trata de la cuna de la ideología wahabí (la concepción del islam que propugna la aplicación de la sharia), son considerados por Occidente como aliados.

El principal culpable, y al mismo tiempo el gran beneficiario del fundamentalismo islámico, es el propio poder político, ya que, gracias a un pacto tácito entre los gobernantes y los religiosos, las teocracias islámicas perpetúan un sistema de vasallaje que sirve para que unos sean dioses o señores y los otros esclavos. En Europa sabemos mucho de esto, no en vano la conformación política y el radicalismo católico de las monarquías confesionales hasta la Edad Contemporánea no difiere mucho de las teocracias islámicas actuales.

La única receta que puede servir para derrocar a los fundamentalismos religiosos es que se produzca un cambio en las estructuras políticas de poder, que permita a los siervos convertirse en ciudadanos titulares de derechos y desarrollarse en un contexto plural. Esa es la lección que nos han legado las revoluciones ilustradas. Hasta que ese momento llegue podemos hablar de Alianzas de Civilizaciones o de proyectos similares, que sirven para justificar los intereses geoestratégicos de las grandes potencias, pero que no atajan la raíz del
problema.

Óscar Celador Angón es  Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado y de Libertades Públicas.

Más Noticias