Del consejo editorial

Infraestructuras y desarrollo

CARME MIRALLES-GUASCH

Existe el mito, cada vez más cuestionado aunque plenamente vigente, acerca de que las infraestructuras de transporte de gran capacidad –aeropuertos, autovías, trenes de alta velocidad– generan por ellas mismas desarrollo económico y social. Es un mito basado en la experiencia de la modernidad que nos ha acompañado a lo largo del siglo XX, alimentado hoy por los agentes vinculados a la construcción, por algunos técnicos y por ciertos políticos que quieren inaugurar obras grandilocuentes.

Es innegable que las grandes infraestructuras son necesarias, pues proporcionan mayor accesibilidad e incrementan la conectividad entre territorios. Pero también lo es que estas grandes infraestructuras, por sí mismas y aisladas de otras estrategias territoriales, no aminoran el sentido de periferia, no ofrecen relato territorial ni crean redes sociales y económicas que puedan incrementar el desarrollo y la riqueza. Además, cuando los lugares que estas unen son muy desiguales en tamaño y en capacidad, el polo que se beneficia es el que ya tenía mayor tamaño e impulso.

Cuando en los ochenta se enlazaron, con el tren de alta velocidad, París con algunas capitales de provincia francesas, estas últimas creyeron que allí se podrían trasladar empresas que en la capital sufrieran de los colapsos propios de las grandes ciudades. ¿Por qué permanecer en París –una ciudad tan cara, congestionada y difícil– cuando uno se podía trasladar a ciudades –como Lyon, por ejemplo– donde todo era más fácil y más barato, y que además estaban conectadas con la capital en poco tiempo? Era una lectura unidireccional de la nueva infraestructura, leída desde la periferia capitalina.

Pero las infraestructuras tienen dos sentidos y, desde esa bidireccionalidad, la realidad fue otra y bien distinta. Si antes de estar conectadas con la capital las ciudades medias tenían una red empresarial y económica propia, ahora parte de esta se podría trasladar a París, donde las oportunidades eran mayores. Muchas empresas cerraron las sucursales de estas ciudades más pequeñas, concentraron sus actividades en París y desde ahí enviaban con mucha rapidez a sus empleados requeridos en los otros territorios periféricos, sin necesidad, incluso, de pernoctar.

Si a esta condición de doble sentido que tienen las infraestructuras se le añade el mito de que estas son suficientes para generar más desarrollo, en las zonas más débiles de la geografía las consecuencias pueden ser
catastróficas.

Sin otras estrategias territoriales que dinamicen y puedan estructurar las potencialidades de estos territorios, el predominio lo sigue sustentando la ciudad más importante, que, además, amplía su ámbito de influencia.

En España, donde la distribución poblacional y el desarrollo económico es desigual –o incluso muy desigual– y donde el mito de las grandes infraestructuras y el desarrollo sigue vigente, es necesario revisar la política de las infraestructuras de gran capacidad desde esta perspectiva. Muchas veces, en nuestra geografía nacional se requiere más inteligencia y menos cemento.

Carme Miralles-Guasch es profesora de Geografía Urbana

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