Del consejo editorial

Pecados políticos

ÓSCAR CELADOR ANGÓN

La libertad religiosa es una manifestación de la libertad de pensamiento o de conciencia que suele ser definida como la primera de las libertades públicas, por lo que ocupa un papel privilegiado en la mayoría de los textos constitucionales. Desde una perspectiva histórica, pero sobre todo muy recientemente, la Iglesia católica –que no es más que uno de los muchos usuarios de la libertad religiosa– está haciendo un uso de este derecho que merece el calificativo de manipulador o, cuando menos, de excesivamente parcial.

Hace sólo un par de meses, la Conferencia Episcopal denunció que el Congreso ponía en peligro la libertad religiosa, con ocasión del debate de una proposición no de ley presentada por Izquierda Unida, que pretendía reprobar al Papa por sus declaraciones sobre el uso del preservativo en su gira por el continente africano. En aquella ocasión, la Iglesia católica reprochó al Estado que este se saltara el muro imaginario que debe separar los asuntos civiles de los religiosos. Así las cosas, ¿cómo deben interpretarse las recientes declaraciones de los obispos, señalando que aquellos que promuevan o voten a favor de la reforma de la Ley del Aborto habrán cometido un pecado mortal y no podrán ser admitidos a la sagrada comunión? De acuerdo con la interpretación que la Iglesia católica hace del derecho de libertad religiosa, ella tiene el derecho de decirle a los parlamentarios –que han sido elegidos democráticamente por el pueblo– lo que tienen que votar, pero esos mismos parlamentarios no pueden pronunciarse sobre las actividades o el gobierno de una Iglesia, cuyo parecido con cualquier institución democrática no es más que una mera coincidencia.

Si un extraterrestre aterrizase en España y leyera las declaraciones de la Conferencia Episcopal, llegaría a dos sencillas conclusiones. Primero, Europa no es un continente de mayoría cristiana, ya que, exceptuando los casos de Malta y Andorra, que prohíben el aborto en cualquier supuesto, los demás países están gobernados por políticos que han sido elegidos por ciudadanos a los que parece no preocuparles que sus representantes pequen en su nombre. Y segundo, las elecciones que celebra periódicamente nuestro país deben ser una cuestión menor, pues, con independencia de lo que diga el programa que los políticos venden a la ciudadanía, parece que a priori una institución privada que no concurre a las elecciones puede intervenir en las decisiones legislativas.

En los procesos electorales, los políticos no suelen confesar cuáles son sus creencias religiosas, debido a que al electorado lo único que le importa es el compromiso de sus representantes con un programa, un proyecto o unas ideas. Los motivos por los que los parlamentarios pueden votar en contra de la reforma de la Ley del Aborto son tan numerosos como legítimos, pero alegar motivos de conciencia sería traicionar el espíritu del sistema democrático, ya que, y aunque parece que algunos todavía no se han dado cuenta, cuando los señores parlamentarios ejercen de tales, no se representan a sí mismos, sino al pueblo, que es donde reside la soberanía nacional.

Óscar Celador Angón es profesor de Derecho Eclesiástico del Estado y de Libertades Públicas

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