Del consejo editorial

Turismo urbano letal

CARME MIRALLES-GUASCH

Venecia se muere. No la de los turistas, pero sí la ciudad de los venecianos. Hace unas semanas toda la prensa nacional e internacional se hizo eco de un funeral por la muerte de la ciudad, organizado por un movimiento cívico. Hace tan sólo unas décadas Venecia tenía 120.000 habitantes, ahora no llega a los 60.000. Y había sobrepasado los 200.000 en épocas lejanas. El turismo de masas está arrasando la ciudad y está construyendo un decorado. Una ciudad turística, donde los inmuebles se convierten en hoteles, las tiendas de barrio en tiendas de souvenirs, los bares en locales franquiciados iguales en todas partes y donde la vida cotidiana, y con ella sus niños jugando y sus mayores tomando el sol en los campos (plazas en Venecia), se va empequeñeciendo.

En Barcelona hay un debate y un malestar similar. No en toda la ciudad, pero sí en su centro. El espacio histórico y simbólico, que tanto esfuerzo público supuso alejarlo de la marginalidad e incorporarlo al resto de la ciudad, está abarrotado de turistas durante todo el año. Barcelona, desde hace algún tiempo, aparece reiteradamente en la cúspide de las listas de ciudades con más calidad de vida, con más glamour, con más actividades de ocio nocturnas, con playa, sol y espacios públicos de película (Vicky Cristina Barcelona). Algunos incluso la consideran la mejor ciudad del mundo y la transforman en modelo exportable. Y la ciudad cambia. Más hoteles, más apartamentos turísticos, más autocares. Menos farmacias, mercerías y ultramarinos. Menos niños jugando en sus plazas. El aumento de la demanda incrementa los precios de los servicios, de los locales comerciales, de las viviendas. Y todo concentrado en la parte central de la ciudad, que va perdiendo habitantes y cotidianidad y, con ello, sus redes sociales y de vecindad.

Hace algunos años, vecinos de otras partes de la ciudad redescubrieron su centro histórico, incluso apostaron por vivir en él. Sin embargo, hoy los barceloneses están dejando de reconocer espacios emblemáticos de la ciudad como propios. Es difícil pasear por las Ramblas. La Boqueria es un mercado para sacar fotos. Las playas que con tanto esfuerzo se reconstruyeron y se sumaron al espacio público de la ciudad son propiedad de los turistas.

Y no se trata de criticar la actividad turística en sí. Se trata de una gestión poco eficaz que ha apostado por la concentración del fenómeno en un espacio muy reducido de la ciudad sin reconocer otros lugares urbanos, fuera y dentro de esta, como válidos. Se trata de percibir el centro histórico como un gran escaparate donde parece que no hay límites para los equipamientos turísticos. En definitiva, de no saber gestionar el éxito y dejar a la iniciativa privada aquello que tenía que tener un mayor liderazgo público.

Y de ahí el malestar de los vecinos, que ven cómo su espacio vital se reduce y se pierden sus referentes. Y de los ciudadanos, que se alejan de la parte más simbólica de la ciudad, arrasada por
el turismo de masas, convertida en monocultivo económico. Qué lástima.

Carme Miralles-Guasch es profesora de Geografía Urbana

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