Del consejo editorial

Sin primer empleo

JORGE CALERO

Conocemos bien los estragos que causa el desempleo a las personas, las familias y las sociedades en el corto plazo. En una economía como la nuestra, con unos niveles de empleo especialmente sensibles en las crisis, hemos sido testigos de las dificultades económicas, los problemas psicológicos y las tensiones sociales ocasionadas por el paro. Sin embargo, no somos del todo conscientes de las repercusiones que puede tener el desempleo en el largo plazo; entre ellas se encuentran aspectos tan relevantes (tanto desde el punto de vista individual como desde el colectivo) como incrementos de la morbilidad, descensos de la esperanza de vida y erosión en la formación de capital humano. Quisiera apuntar algunas ideas en torno a este último aspecto, refiriéndome, sobre todo, a las consecuencias que puede tener, a lo largo de la vida activa, la dificultad de acceder a un primer empleo.

Hace más de un año, con la crisis ya suficientemente instalada, se planteó que un posible efecto colateral beneficioso de esta sería que los jóvenes se refugiarían en las aulas ante la dificultad de encontrar o mantener un empleo. ¿Ha sucedido realmente así? Si consideramos a los jóvenes entre 16 y 22 años, en 2006, en plena fase de crecimiento económico, el 61,6% de ellos realizaba estudios (datos de la Encuesta de Población Activa). En 2009, esta proporción había subido sólo de forma leve, hasta el 62,5%. La crisis sólo empuja ligeramente a los jóvenes hacia las aulas. Los empuja, con mucha más intensidad, hacia la calle o hacia sus casas: en la misma franja de edad, el porcentaje de personas que ni estudian ni trabajan ha crecido desde un 10,6% en 2006 hasta un 17,6% en la actualidad, con algunas comunidades autónomas, como Andalucía, donde el porcentaje alcanza el 21%. Esta proporción de la población es muy similar en los hombres y en las mujeres.

Durante el periodo de creación de empleo –que empezó a mediados de la década de los noventa y concluyó en 2007–, el mercado de trabajo aceptaba a jóvenes con bajo nivel de cualificación, que conseguían con relativa facilidad un primer empleo. A costa, claro está, de una tasa elevadísima de abandono prematuro del sistema educativo. Pero al menos existía un primer empleo, hito importantísimo en las trayectorias personales, y cuyos efectos se prolongan a lo largo de toda la vida activa. En ese primer empleo los jóvenes pueden (podían) adquirir conocimientos y actitudes que resultarán cruciales para insertarse en el mundo del trabajo y, por tanto, en el mundo adulto.

En buena medida, el primer empleo, complementado con una buena formación en el puesto de trabajo, puede ser un aceptable sustituto de la educación reglada. Incluso en el peor de los casos, tan frecuente, en los que el primer empleo exige una cualificación muy reducida y no va asociado a un recorrido profesional claro, proporciona un cierto margen para el desarrollo personal y laboral. En la actualidad estas potencialidades del primer empleo han dejado de existir para un grupo numerosos de jóvenes. Los efectos a largo plazo de esta carencia se proyectarán ineludiblemente en el futuro.

Jorge Calero es catedrático de Economía Aplicada

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