Del consejo editorial

El impuesto sobre sucesiones y donaciones

NÚRIA BOSCH

El impuesto sobre sucesiones y donaciones es uno de los impuestos más antiguos de los sistemas fiscales, pues ya existía en la época romana. No obstante, actualmente tiene un papel secundario en los sistemas fiscales modernos. Su recaudación representa alrededor del 0,2% del PIB tanto en los países de la OCDE como de la Unión Europea.

¿Tiene sentido exigir el impuesto? Desde el punto de vista de la equidad, se puede argumentar que el impuesto sobre sucesiones y donaciones grava una manifestación de capacidad económica. Con la misma fundamentación que justificamos que el impuesto sobre la renta grave la percepción de una renta salarial, se puede justificar el que se grave la percepción de una herencia al incrementar la capacidad económica de quien la percibe. Otro argumento a favor de la existencia del impuesto es su papel redistributivo. El impuesto puede ayudar a reducir las desigualdades sociales y económicas y a alcanzar una mayor igualdad de oportunidades entre los individuos. Por tanto, desde esta perspectiva el impuesto debe ser progresivo.

En España, el Estado tiene cedido totalmente este impuesto a las comunidades autónomas, y estas, a su vez, tienen competencias normativas sobre el mismo, lo que les permite cambiar su configuración. La mayoría de comunidades autónomas lo han modificado para introducir rebajas fiscales, lo que hace que en muchas de ellas el impuesto sea inexistente para transmisiones entre parientes de línea directa. Catalunya era una de las pocas comunidades que quedaban sin reformarlo y en estos días ya se ha anunciado su reforma a la baja. Además se oyen voces que abogan por su total desaparición.

¿Son justas estas reformas? Un argumento a favor de la necesidad de reformar el impuesto es que este es muy progresivo y oneroso para los parientes más próximos, pero con tratos especiales (por ejemplo, en la transmisión de la empresa familiar) para colectivos muy sensibles al mismo, lo que provoca claras inequidades, recayendo primordialmente en las clases medias. Por ello, una racionalización del impuesto en la dirección de dar un trato más homogéneo a los bienes y de subir el mínimo exento parece necesaria, y lo situaría en la línea de los impuestos sobre sucesiones y donaciones de muchos países. Debería ser un impuesto para patrimonios de nivel alto. Asimismo, no parece que haya justificación para dar un trato distinto a los herederos en función del parentesco con el causante.

No obstante, hay un peligro con todas estas reformas a la baja llevadas a cabo por las comunidades autónomas, y es que el impuesto acabe desapareciendo por la competencia fiscal que se genera entre aquellas. Esto sucedió en Canadá y Australia, donde, al ser un impuesto descentralizado, los gobiernos subcentrales entraron en una competencia fiscal a la baja hasta su completa desaparición.

Si, como hemos visto, hay claros argumentos para mantener el impuesto –al menos para grandes fortunas–, el Estado debería impedir su desaparición, y exigir un nivel mínimo de gravamen por este impuesto, de forma que las comunidades autónomas no pudieran situarse por debajo.

Núria Bosch es catedrática de Hacienda pública

Más Noticias